sábado, 26 de mayo de 2018


Santísima Trinidad               Año B                                                                  Mt 28,16-20

La primera fiesta que se celebra después de Pentecostés es la de la Santísima Trinidad que no contempla un acontecimiento determinado en la historia de la salvación sino toda la obra de la salvación que revela el misterio de la verdad sobre Dios.
En la primera lectura Moisés reitera que nunca se había oído que un pueblo haya oído la voz de Dios o que Dios se haya elegido una nación y se haya comunicado con ella.  “Este Señor que es Dios allá en los cielos y aquí en la tierra” ha dado a su pueblo unos mandatos para regular las relaciones hacia Dios, entre ellos, hacia la tierra o sea hacia el espacio y también hacia el tiempo que está marcado por este nuevo orden. Toda la vida está marcada por esta centralidad de Dios.
Esta centralidad poco a poco ha sido escondida por la centralidad de la ley y del sujeto que la tiene que poner en práctica reduciendo a Dios a una realidad normativa para el hombre: entre el estado real del hombre y el ideal de la norma hay un espacio enorme que crea una zona de miedo y esclavitud.  La relación fundante termina en una grave decadencia y Cristo se enfrentará de manera trágica justamente con esta humanidad hija de la ley que le hace frente hasta su misma condena.
Pablo en la carta a los Romanos dice que nosotros no hemos recibido un Espíritu que nos hace esclavos sino hijos. Y este Espíritu, en Cristo, según Pablo cambia radicalmente la relación entre el hombre y Dios.  Nosotros, en el Hijo, recibiendo el mismo Espíritu, llegamos a ser hijos, tenemos una vida filial. Dios Padre nos dona efectivamente, realmente, la misma vida que él sopla, dona, genera en el Hijo.
Este Espíritu que nos hace hijos es el mismo Espíritu que resucitado a Jesús de entre los muertos (Rm 8,11), el Espíritu que el Padre nos ha dado en el Hijo es el Espíritu vivido como una vida vivida como don de uno mismo, porque todo el que se dona muere, pero el Espíritu atestigua que esta vida articulada sobre el modelo pascual una vez muerta, resucita.  La vida del cristiano está marcada por el ser bautismal, cada día se muere y cada día se resucita si se vive con el epicentro en esta vida de hijo, se juega entre una vida que lucha para defenderse a sí misma, el yo ligado a la sique de un cuerpo destinado a la muerte o una vida donde nos hemos identificado a nosotros mismos con un yo que conoce al Padre –por lo tanto, un yo filial- un yo ligado a la sangre y al cuerpo de Cristo que muere y resucita.  Este es el discernimiento en la vida de cada día del bautizado.  Cada mañana hay que acoger de nuevo la identidad dentro del yo: un yo individual, biológico o un yo eclesial, como diría Zizioulas. De esto se trata y parte de la verdad de la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en una unidad de la naturaleza de Dios poseída por las huellas personales y diversas de la paternidad, de la filiación y de la señoría de la comunión, esa koinonía que es la peculiaridad del Espíritu Santo.
Afirmar la unidad de Dios afirmando la unidad de la naturaleza abre el camino hacia un pensar abstracto y hacia un Dios impersonal que no es Padre. Y así ha terminado la modernidad, con un Dios impersonal que nos hace esclavos. De hecho, una consecuencia de la modernidad es un racionalismo que produce moralismo y que juntos suscitan el rechazo de un Dios de esa manera abriendo el triunfo del individuo.  Es lógico en verdad que si las tres Personas divinas son expresión de esta naturaleza se transforman en tres individuos y no en una comunión de las personas.
Pero el “yo” del Hijo no es simplemente la naturaleza divina, porque Cristo no emerge de la naturaleza divina, sino que es generado por el Padre, el “yo” del Hijo es una naturaleza divina que el hijo posee íntegramente como hijo y que por lo tanto ha sido hecha filial.
Así el Padre y así el Espíritu Santo, cada uno posee íntegramente la naturaleza divina, cada uno según su Persona. El Hijo es íntegramente filial y por lo tanto cuando se revela y realiza a sí mismo revela al Padre porque revela la filiación.
Esta es la existencia de Dios, uno habita en el otro. El “yo” de Cristo hade ver al Padre, y en esto el Hijo se realiza a sí mismo en plenitud. (Cfr. Jn 14, 16.17)
Habitar en el otro, esta es la existencia divina, cada uno se realiza a sí mismo cuando hace surgir el otro y esta es la vida de Dios que nos es participada, esto es lo que sucede a los hombres cuando Dios nos ama, nos hace entrar en esta existencia y nos promete: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En esta vida divina nos sumergimos en el bautismo. Por esto Cristo enfatiza que se comienza con la vida, con el bautismo.
Dios habita en el hombre, pero no como en una especie de sagrario y que por lo tanto tiene que ser digno, moralmente perfecto.  Dios habita en el hombre con la vida como inclusión del otro, como comunión de las personas. Lo que verdaderamente cuenta es hacer surgir entre nosotros la vida recibida porque esta vida es la luz que ilumina, que hace nuevo un pensamiento, permite un nuevo modo de ver, una nueva manera de considerarse uno al otro, un nuevo modo de mirar la historia.  Estos son los frutos de una vida que es sinergia con el Espíritu Santo y que tiene el sello de la comunión, impreso a través de la historia de muchos caminos, de muchas heridas, pero que encuentra su estilo en el Cuerpo de Cristo.
Para nosotros la presencia de Dios significa la comunión de las personas y si Dios habita en mí esto se ve en mi eclesialidad, en mi arte de la comunión.  Aquella que me abre al Rostro y ve el Rostro en los rostros, de quien se entrega a sí mismo para ser con los otros, de quien no ocupa el espacio a los otros porque vive dentro de los otros, de uno que no pide para sí, uno que se goza en ver a los otros, uno que come con los otros, pero no goza en el manjar sino en el rostro de quien tiene enfrente.
Esta es la comunión, esta es la vida de Dios, la que nos abre el Espíritu, como don del Padre que nos hace hijos en el Hijo.
P. Marko Ivan Rupnik






jueves, 17 de mayo de 2018

Domingo de Pentecostés


Pentecostés – Año B                                                     Jn 15,26-27; 16,12-15

Pentecostés se inserta sobre la fiesta de Pentecostés hebraica, fiesta de agradecimiento por el don de la ley.  Ahora en cambio se recibe el Espíritu Santo que nos hace capaces de cumplir lo que Dios pide.  La Ley no puede dar la vida (Cfr. Gal 3,21) por eso no puede redimir verdaderamente (Cfr. Gal 2,16).  Mientras el Espíritu Santo “es el Señor que da la vida”, la de Dios para poder vivir según Dios.
La promesa de la venida del Espíritu Santo está ligada, después de que Cristo ha resucitado, a la creación del hombre nuevo, al cumplimiento de la creación como redención.
La vida recibida está dentro del marco del testimonio, prácticamente es un único acontecimiento, la misma cosa, se trata de dar gloria al Padre, hacer surgir dentro de nuestra vida el rostro del Padre, su amor, lo mismo que ha hecho el Hijo Jesucristo.  En Él nosotros hemos recibida el aliento (la respiración) del Padre, él es la nueva lay, la del Espíritu Santo, la que crea el corazón nuevo, la que hace nuevo al hombre.  Llegamos a ser verdaderamente nuevos porque tenemos el aliento del Padre.  El mismo aliento que hace vivir al Hijo y que viene del Padre nos hace vivir a nosotros: tenemos la vida del Hijo.
El Evangelio dice que es el Espíritu de la verdad.  Esta es la vida engendrada por el Padre.  Es la vida transmitida, la vida entregada, recibida.  Es el espíritu de la filiación.  La fe nos hace descubrir que somos engendrados y que recibimos la vida.  “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10) y la misma fe es el arte de transmitir esta vida.  No se trata de trasmitir la fe sino de transmitir la vida, una vida que se entiende como amor, una vida que se revela como amor, como participación en vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y por lo tanto se revela como comunión.  Porque lo que se participa y lo que es participado es esta vida de comunión.
El Espíritu de la verdad es el que nosotros recibimos, lo que nos hace hombres en la verdad porque no hablará por sí mismo sino toma de lo que es de Cristo y lo anuncia (Cfr. Jn 16, 13-14).  La verdad coincide con Dios y Dios es el amor. Por esto la verdad se expresa en la comunión, teniendo en cuenta el otro.  Vladimir Solov’ëv afirma que entender la verdad personalmente como tener razón significa desautorizar la verdad, porque se aísla la verdad en un ideal separándola de la vida.  Es el pecado que separa y que ha hecho falso al hombre. Y esto se reconoce en sus obras (Cfr. Gen 11, 1-9) donde el sujeto unilateral es el yo, yo haré, yo llegaré, yo llegaré a ser.  El hombre falso atribuye un valor absoluto a sí mismo y no logra verlo en el otro y menos aún logra dar un valor absoluto a Aquel que es la fuente de la vida porque cree que ese lugar lo ocupa él. El hombre verdadero es el que sabe que la vida viene del Padre porque la ha acogido “A los que lo han acogido les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12).
Añade “Os anunciará las cosas futuras” (Jn 16,13).  Otra posible traducción sería “interpretará lo que tiene que suceder”, o sea que este Espíritu nos hará ver cuál es el fin, la última etapa, el epílogo de una vida filial, nos hará verla unidad de los dos mundos, hará visible lo que es Cristo, que ha pasado de la vida en su humanidad de carne a su humanidad de gloria, como Resucitado.  Nos lleva a una dimensión escatológica, a un cumplimiento de quien vive como hijo.  En este sentido – sobre el modo de interpretar que nos dan los padres de Alejandría- comprendemos también la frase relativa al testimonio “porque habéis estado conmigo desde el principio”.  Esto no se lo puede entender como inicio ni entender cronológicamente sino como haber participado en su vida en la carne y ahora en su gloria. O sea el Espíritu filial, la vida filial, la vida que viene del Padre se vive en la carne y lleva la carne más allá de la muerte.
La resurrección es nuestra vida como vida íntegra. Los gnosticismos de todos los tiempos buscan separar la carne y el Espíritu, de hacer ver el Espíritu independiente del cuerpo.  La exageración moralista ha producido inevitablemente el efecto péndulo, un vitalismo pagano que quiere separar el espíritu del cuerpo, donde mi identidad no está ligada al cuerpo.
Lo que soy como persona en el Espíritu Santo lo vivo en mi realidad humana, en la carne.  La persona se manifiesta y se realiza en su naturaleza.  Esto nos enseña la cristología de los padres. No se puede despreciar la realidad corporal, no se puede separar.  El Espíritu Santo se nos da en nuestra carne, para poder vivir nosotros mismos como don del amor, o sea por la transfiguración de nuestra realidad.  El Espíritu Santo nos capacita para cumplir el mandamiento que el Padre ha dado al Hijo de vivir la vida como ofrenda porque esta vida esta es la vida eterna (Cfr. Jn 12,49-50; Jn 10,17-18) y hace pasar nuestro cuerpo corruptible de aquí a la gloria del Padre, al cuerpo de gloria.
P. Marko Ivan Rupnik



jueves, 10 de mayo de 2018


Ascensión          Año B                                                                                      Mc 16,15-20

La Ascensión, Jesús que sube al cielo y lleva al Padre la humanidad que ha unido a Él con la encarnación y en el Evangelio de hoy se pone en estrecha relación con la misión que entrega a los once: “Cuando sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32) y la promesa se cumple con el don del Espíritu cuando Cristo muere en la cruz.  Cristo Resucitado es el Cristo crucificado, el Hijo del hombre que después de la Resurrección vuelve a Galilea porque ese es el lugar de la vida concreta, de la vida cotidiana para releerla a la luz de la resurrección.  Las apariciones han mostrado este nuevo modo de vivir que es propio sólo de la vida de Dios
La existencia de Dios es trinitaria, en comunión. Su gloria es la manifestación de este ágape, de este amor en la historia que se convierte así en la fuerza que trasfigura la historia herida por el mal y por el pecado.  En el Evangelio de Marcos la Ascensión de Cristo está ligada estrechamente a la misión de la Iglesia.  Esta se constituye alrededor del creer, y se da justamente después que los apóstoles son reprendidos por su incredulidad.  En la primera lectura de hoy la misión de la Iglesia se explicita como testimonio y este se realiza con la venida del Espíritu Santo.
Vemos que el camino de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo muerto y resucitado, vive en la historia, por la venida del Espíritu Santo, dando igual importancia al Hijo y al Espíritu Santo.  De hecho, no es posible dar testimonio del Hijo sin que nuestra humanidad manifieste un modo de existir que es el modo según el Hijo de Dios, o sea de relación, hacia el Padre y hacia los hermanos. Pero esto es obra del Espíritu Santo porque es el Señor del modo de la existencia divina que es amor y que es comunión. Es el Espíritu Santo que nos capacita para una vida como comunión porque derrama en nuestros corazones el amor de Dios Padre (Rom 5,5)
Si se rompe esta dinámica del Hijo y del Espíritu Santo –como de hecho nuestra historia atestigua- habiendo dado en un cierto tiempo la prevalencia a Cristo, olvidando lentamente el Espíritu Santo –entonces la misión de la Iglesia se puede encontrar en una dificultad siempre mayor porque puede transformarse en una gran quehacer, un continuo hablar, organizar y sin embargo a través de todo esto no se da la manifestación del amor del Padre (Cfr. Mt 5,16)
Lo que no logra aparecer en esta visión no equilibrada es exactamente la verdadera novedad de la Iglesia, que es manera de existir en comunión. Se necesitará de verdad mucho tiempo para que nuestra mentalidad vuelva a tener familiaridad con el Espíritu Santo así como parece tenerla con Cristo.  Pero sin el Espíritu Santo no se entiende la señoría de Cristo ni su filiación con el Padre ni el asumir la humanidad. La misión de la Iglesia tiene sus raíces en la experiencia de la comunión filial con el Padre
En la lectura de los Hechos de los Apóstoles se da testimonio, como pone en evidencia algún exégeta contemporáneo, que la comida de la cual se habla se refiere a la eucaristía.  Es en la comida eucarística que Cristo se manifiesta y habla a su Iglesia. Y este hablar no es simplemente una enseñanza abstracta sino una manifestación de un modo de ver desde el haber llegado a la meta hacia la historia y no viceversa.
Nosotros tenemos de este modo algo que decir al mundo justamente porque por medio del Espíritu Santo, en Cristo vivimos nuestro cumplimiento (Haber llegado a la meta) y el cumplimiento del mundo en el amor del Padre. De este modo se pueden comprender los cinco signos que Marcos enumera: “Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán». (Mc 16,17-18).  Fue el Espíritu Santo que llevó Cristo al desierto, donde resistió al tentador y es sólo con la fuerza del Espíritu Santo que los discípulos podrán permanecer en Cristo y arrojarán los pensamientos y las tentaciones que el demonio insinuará a la Iglesia para no tener este mentalidad nueva sino que quisiera afirmarse como algo nuevo que sin embargo usa los modos antiguos. No se trata aquí simplemente de pensar en los exorcismos o de inventar las lenguas sino de tener una novedad que es tan poderosa como para ser creadora y alejar la mentalidad del mundo antiguo, del mundo que no conoce al Padre.  La Iglesia será creadora si ya no tendrá miedo al mundo porque está embebida de la sangre que es el fármaco de la vida eterna.  No nos contagiamos del mundo ni lo condenamos, justamente porque no se tiene miedo se puede hacer el anuncio e inundar de vida nueva el mundo.
Como ya estamos en Cristo ante el Padre, nos comportamos en este mundo de acuerdo con esto, sabiendo que lo que importa, lo que tiene peso es lo que somos en Cristo.
Esto es lo que sucede en cada Eucaristía, nosotros estamos en el pan y en el cáliz de nuestra ofrenda, con la venida del Espíritu Santo nos transformamos en el Cuerpo de Cristo o sea la Iglesia y llegamos, por Cristo, con Cristo y en Cristo, a dar gloria al Padre.
P. Marko Ivan Rupnik



viernes, 4 de mayo de 2018

VI Domingo de Pascua


VI Domingo de Pascua – Año B                                                      Jn 15,9-17

Estamos llegando poco a poco al final del tiempo pascual, caracterizado por las apariciones de Cristo que hacen ver a los discípulos cómo es el resultado de quien vive a la manera de Dios, o sea cómo entrega de sí mismo, como don de sí.
Cristo vuelve al Padre o sea regresa a la gloria que le había sido dada antes del comienzo del mundo.  Por siempre engendrado por el Padre, siempre coronado por la gloria de Dios, ahora continúa a aparecerse en el mundo en el cual se ha encarnado haciéndose hombre.
Frente a la convicción de que la muerte es la última etapa se ve en cambio que quien se ofrece a sí mismo, que vive como sacrificio de sí no termina con la muerte, sino que vive una vida de una calidad absolutamente nueva, el Hijo siempre la ha vivido pero ahora, en la humanidad que Él ha asumido nos hace ver que vive como Hijo, que ha entrado en una nueva existencia de transparencia como la llamaría Solov’ëv, donde las cosas se pueden compenetrar unas en las otras porque son transparentes y no opacas, no cierran el espacio unas a otras.
Estas apariciones terminan y siguen, en el año B, algunas imágenes.  La vid y los sarmientos hablan de la fuerza de la novedad que ha acontecido, la unión con Cristo, que es nuestra vida (Cfr. Col 3,3).  Nosotros vivimos de su vida y somos capaces de dar fruto como el sarmiento que vive unido a la vid.  Hoy también estas imágenes terminan y se revela la verdad.  Ahora los discípulos podrían decir con verdad: “ahora hablas claramente”, porque lo dijeron una vez, pero no en el momento justo.
Hoy se revela el misterio, la verdad.  Ha sido enviado porque ha sido amado.  El “permaneced en mí” (Jn 15,4) que hemos escuchado el domingo pasado hoy se hace más preciso “permaneced en mi amor” (Jn 15,9).
Hoy revela todo: “Como el Padre me ha amado así yo os he amado a vosotros” (Jn 15,9); “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” Jn 15,10)
Algunos lo traducen de otro modo, el Padre me ha demostrado amor y yo también os he demostrado amor. El amor el Padre lo ha demostrado cuando ha bajado el Espíritu Santo en la hora del Bautismo (Cfr. Jn 1,32-33) glorificando al Hijo- Ahora Cristo hace esto con nosotros, el don es el Espíritu que sopla sobre nosotros (Cfr. Jn 7,39) o sea la misma vida que hay entre el Padre y el Hijo, el amor entre ellos se extiende a nosotros. En este amor somos envueltos, en este amor somos engendrados, en este misterio de la existencia somos introducidos.  Ahora se clarifica definitivamente que esta vida que recibimos en Cristo en el Bautismo que nos injerta en Él es la vida como amor.
El soplo del Espíritu Santo hace que esta vida pueda ser don de uno mismo en las manos del otro, o sea seguir los caminos concretos en los cuales vive el amor como don porque “quien ama ha sido engendrado por Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4,7) y “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3,14), esto es una confirmación objetiva de si estamos o no redimidos, si estamos o no en su amor, si estamos o no en su Cuerpo.
Lo que nos dice este evangelio tan rico es que si estamos en el amor se ve cuando estamos vivos, o sea cuando podemos hacer don de nosotros mismos. No se trata de hacer una lista de las cosas que tenemos que hacer para estar con Dios sino permanecer firmes en Cristo Jesús (Cfr. Gal 5,4 ss).La tentación perenne de nosotros los cristianos es buscar lo que tenemos que hacer para estar verdaderamente en Cristo, para ser de Cristo, para dar gusto a Cristo, para ganarnos su benevolencia, pero Cristo ha venido a liberarnos de esto.  Él nos ha dado la vida, no un precepto religioso.  Nos ha hecho pasar de la muerte a la vida porque esa vida que el Padre ha dado al Hijo, el Hijo nos la ha dado a nosotros poniéndose en nuestras manos. Y es en este ponerse en la mano de los hermanos la única forma de esta vida, tomando lo que la historia nos hace ver como escenario para que se manifieste la vida del resucitado. Él nos ha dado la vida que es amor y es nuestro maestro en realizar este modo de vivir.  Está muy claro que su mandamiento es el amor. Si observamos sus mandamientos entonces estamos en el amor, permanecemos en el amor.  Porque es imposible cumplir sus mandamientos si no es estando en el amor porque son los mandamientos del amor. Traducir el mandamiento del amor en las varias circunstancias de la vida, estos son los mandamientos según Juan.  Hacer pasar el amor con el cual Cristo nos ama a los demás, así como Él nos ha dado el amor con el que lo ama el Padre.
“Permaneced en mi amor” hace explícito el origen de nuestra actual crisis secular.  Hacer del amor una meta y proponerlo como algo a conquistar.  Esto hace que la fe se transforme en una religión prevalentemente moralista.  En cambio el amor es nuestro origen.  La vocación cristiana es la manifestación del amor en y a través de nuestra humanidad.  Esto no va de acuerdo con toda una mentalidad que no tiene su origen en una ontología de la comunión.  No considera también entonces que en la ontología de la persona humana está el amor, la relación, la comunión, sino que prefiere otras soluciones, intelectualmente más fáciles.
El don del Espíritu Santo nos injertará en este misterio, nos hará capaces de ser don, hasta que no llega el Espíritu Santo no somos capaces de ser testigos. (cf Lc 12,11; 21,13; At 1,7).
Es fácil partir de uno mismo pensando que entendemos qué es lo que hay que hacer pero no somos capaces de revelar a Aquel que nos ha mandado. Aquel que nos ha liberado y que es capaz de darnos la fuerza para donarnos, más bien hace ver que nosotros estamos participando en el don de Otro.
Por esto esperamos al Espíritu que hace connatural al hombre el camino pascual, el camino de la ofrenda de uno mismo como único camino que tiene como resultado la resurrección.
P. Marko Ivan Rupnik