viernes, 29 de junio de 2018

Domingo XIII del Tiempo Ordinario - Año B


XIII Domingo del Tiempo Ordinario - Año B                 Mc 5,21-43

El evangelio de Marcos ya en el segundo capítulo, en el episodio del paralítico que es descolgado del techo hace ver que la cuestión es la curación física sino la salvación. La cuestión no es la muerte sino lo que la produce, o sea el pecado, hay que comenzar por la raíz, partir desde el perdón del pecado para ser readmitidos a la unión con Dios, después se da también la curación, pero no es absolutamente necesaria.  Se hace visible el paso del pecado a la muerte y de la salvación a la curación.  Se puede ser perdonados, admitidos a la unión con Dios como hijos, pero permanecer enfermos.  En el episodio del paralítico Cristo muestra que al ser readmitidos a la unión con Dios se salva la entera vida del hombre, también su carne.  En varios pasajes de los capítulos sucesivos se ve cómo en este juego de muerte ha caído también la religión que aislando y excluyendo todos los que son marcados por el pecado o por la muerte terminará condenando a muerte al mismo Cristo. ¿pero, para qué sirve una religión si no es para kla vida?
En el evangelio de hoy Cristo vuelve a su tierra en el país de los paganos, donde ha comenzado la liberación del demonio. Su regreso está marcado por la manifestación de una nueva realidad, o sea la realidad de la fe, la realidad que se basa y se realiza en plenitud sólo en una relación de confianza total en una persona concreta que es Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre. Es la relación lo constitutivo en la existencia del hombre y por lo tanto salva toda la vida en su totalidad, dice de dar de comer a la hija de Jairo y así hace ver que la vida que recibimos del –y que nosotros en el Bautismo hemos recibido verdaderamente de Él- no es una alternativa a la vida que hemos recibido de nuestros padres, sino que es una vida que absorba a la otra salvándola. No puede evitar la muerte, pero en la unión con Cristo esta muerte es un paso.  Es interesante porque en los dos ejemplos toma el número doce.  La hemorroisa sufre desde hace doce años y doce años tiene la niña: doce es el número de Israel, las doce tribus son la plenitud del pueblo hebreo, de todo Israel. Las dos son llamadas hijas, una lo es, la otra es llamada así cunado ha sido curada.  Esta imagen de Israel dice que estamos hablando de la hija de Sion, alcanzada de verdad por una herida mortal (Cfr. Jer 14,17). Ningún médico logra curarla, más bien a causa de los médicos la hemorroisa ha empeorado sin que sirviera de nada todo lo que tenía para curarse.
Es la imagen del pueblo de Israel, la imagen de la Alianza que ha llegado a una esclerosis religiosa tal que ya no es capaz de dar vida. Que el jefe de la sinagoga esté perdiendo la hija indica que los jefes de la religión no son capaces de salvar al pueblo, tienen a sus espaldas una religión estéril, una religión que verdaderamente no sirve a la vida, sino que lleva a la muerte. Basta recordar a qué marginación llevaban las prescripciones del capítulo 15 del Levítico, sometiendo a la mujer, declarando impuro todo lo que tocaba si ella estaba perdiendo sangre.
Por lo tanto, es necesario una fuerza que irrumpe con fuerza, que rompe, que trasgrede, porque la religión y la fe no pueden convivir.
La mujer con su gesto se arriesga a morir y Cristo se arriesga de ser castigado porque ha tocado un muerto quedando a su vez impuro. La mujer toca a Cristo y no podía tocarlo, Cristo toca a la niña y no podía tocarla, hace falta una trasgresión frente a lo que la religión prohíbe.  En el fondo la cuestión es siempre la de osar una ruptura, osar trasgredir la religión. La decadencia se da en la dirección de llevar la fe al nivel de la cultura humana, a algo que el hombre puede gestionar, a algo en el cual el hombre puede ser protagonista y que inevitablemente abre a una cultura de muerte achatando aquella fe que era la fuente viva.  Se empieza con el Espíritu y se termina con la carne (Cfr. Gal 3,3), con una serie de costumbres y de prescripciones de cosas donde las mismas cosas llegan a ser más importantes que el amor, que la persona y que la comunión, que la unión con Cristo.
Cuando en el primer lugar no está la vida nueva en Cristo, la vida del Cuerpo de Cristo que somos nosotros, entonces se comienza a ver un proceso de esclerosis que nos lleva a una situación donde vencen las cosas que son como esqueletos, no están vivas y formalismos de todas las especies que no dejan experimentar la vida.
 A la mujer le dice “Tu fe te ha salvado” (Mc 5,34) y su fe queda resumida en “si logro sólo tocar el borde de sus vestiduras quedaré sanada” (Mc 5,28).  Este razonamiento ha salvado a esta mujer, porque, como dice Solov’ev, es desde la fe que nace un razonamiento apropiado porque es un razonamiento que ha partido de una relación de confianza y de entrega absoluta.  Es esta confianza, esta entrega, este amor por Cristo como Salvador que hace nacer este pensamiento, este razonamiento conforme a Cristo.  La fe se ve ya sea en la manera de pensar ya sea en el actuar: “vista la fe de ellos” que les hacía romper el techo para bajar al paralítico (Cfr. Mc 2,5).  No tiene sentido pensar que pueda llegar a la inversa, hacer las cosas bien para tener el pensamiento justo y conocer a Cristo, encontrarlo.  Este es el modo equivocado y sobre todo quita la libertad.  A Jairo dice: “No temas, tú sigue teniendo fe” (Mc 5,36), tú sólo confía, tú sigue haciendo como has hecho, te has arrojado a los pies, que es el mismo gesto que ha hecho también un pagano (Cfr. Mc 5,6).  Este es el punto de encuentro entre el jefe de una institución religiosa y un pagano endemoniado, la constatación de la insuficiencia de sí mismo que se abre a la fe, muy diferente de la religión que piensa qué habría que hacer para tener contento a Dios, para ser salvado por las obras buenas que puedo realizar.
El evangelio de hoy abre la perspectiva entre una relación salvífica, que salva también la carne, o una religión, o sea algo que yo creo o me empeño en cumplir para salvarme pero que el final me sepulta a mí y también a los otros alrededor de mí.
P. Marko Ivan Rupnik

viernes, 22 de junio de 2018

Nacimiento de San Juan Bautista


Nacimiento de Juan Bautista        Año B                       Lc 1,57.66.80

El nacimiento de Juan Bautista es el inicio de una nueva época espiritual.  Nace aquel que es llamado para señalar al Mesías.  Zacarías, su padre, con su nombre ya indicaba que Dios se acuerda, su hijo, ya con el nombre indicará un Dios que da la gracia.  Inicia la época de la gracia.  Juan evangelista dice al comienzo de su Evangelio: “La ley se nos dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad por medio de Jesucristo” (Jn 1,17)
Zacarías estuvo encerrado en el silencio porque no había creído en la fidelidad de la Palabra de Dios.  La memoria ha sido superada por la duda. Sólo cuando escribió sobre la tablilla: “Juan es su nombre” se le suelta le lengua para alabar a Dios que crea y da la gracia.  De hecho, su hijo que nació debido a una clara intervención de Dios, cuando era visible que no podía ser obra del hombre, sino verdadero don de Dios, crecerá íntegramente con Cristo, don del Padre.
Juan mismo será un gesto que indicará a los hombres el Salvador.  Zacarías oficiaba en el templo como sacerdote de una alianza que ya será declarada anticuada, o sea próxima a desaparecer (Cfr. Hebr 8,13).  Su hijo señalará Aquel que será el sacerdote de un nuevo sacerdocio, el de la voluntad (Cfr. Hebr 10). Zacarías atendía un servicio que era un esbozo y una sombra de las realidades celestes (Cfr. Hebr 8,5) mientras su hijo ya se encuentra a sí mismo unido en una relación que hará visible el sentido de su misma existencia, manifestar a Cristo, el nuevo sumo sacerdote de la nueva alianza, la definitiva.
El nacimiento de Juan es una imagen extraordinaria de lo que consiste la existencia del hombre, su vocación.  Berdjiaev desarrolla una grandiosa visión de la persona como existencia dialógica, como respuesta a la llamada: Dios crea al hombre dirigiéndole la Palabra y el hombre encuentra el sentido de su existencia en responderle.  Esta visión la encontramos esbozada ya en San Gregorio Nacianceno.  Pero esta realización de la propia existencia como respuesta a Dios que es Padre se realiza sólo en Jesucristo, que es Hijo.  Nosotros solamente participamos de su humanidad cuando respondemos al Padre como hijos.
Juan hace ver que Dios llama ya desde el seno materno.  El sentido de nuestra existencia es señalar el Hijo, revelar el Hijo.  Juan el Bautista inmediatamente llega a ser la imagen del camino espiritual del hombre. Si pensamos que ya en el cuarto siglo en el desierto de Judea había diez mil monjes esto nos dice claramente que la fama de Juan había llegado a ser muy grande. Era más popular que la misma Madre de Jesús, pero es justamente con ella que el Bautista formará la pareja de la deesis in toda la iconografía cristiana. Los dos que han recibido la gracia necesaria para poder cumplir con su vocación. Ellos son como los prototipos de nuestra existencia y dan testimonio de que el conocimiento de Cristo, este reconocimiento de la venida de Cristo siempre encuentra un espacio donde la voz del Padre encuentra correspondencia en otras voces.  San Cirilo de Jerusalén dice que hay una larga lista de testigos de Cristo. “Da testimonio el Padre desde el cielo con respecto al Hijo, da testimonio el Espíritu Santo bajando como paloma, da testimonio el arcángel Gabriel que lleva el anuncio a María, da testimonio la Virgen Theotokos, da testimonio el bendito lugar del pesebre, da testimonio el Egipto que recibió al Señor siendo niño, da testimonio Simeón que lo recibió en sus brazos y también la profetisa Ana, que llevaba una vida ascética.  Da testimonio Juan el más grande de los profetas, entre los ríos da testimonio el río Jordán, entre los mares, el mar de Tiberíades…”
La lista de los hombres se prolonga con la lista también de los lugares, porque el cosmos da testimonio de la venida de Cristo porque con la encarnación se nos da la clave de lectura de todo lo que existe.  Esto es lo que Juan reconoce, revela desde el vientre de su madre y vive en sus años en el desierto.  En el encuentro de María con Isabel se reconocieron y han hablado los dos hombres interiores. Juan y Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios.  Juan fue guiado por la mano de Dios desde el seno materno porque “de verdad la mano del Señor estaba con él”.
P. Marko Ivan Rupnik
 

jueves, 14 de junio de 2018

Domingo XI Durante el Año


XI Domingo del Tiempo Ordinario       Año B                            Mc 4,26-34

Estamos de nuevo en el evangelio de Marcos, en el capítulo de las parábolas del Reino.  La parábola del Sembrador nos había abierto esta visión de la belleza donde como terreno bello se entiende el terreno que acoge la semilla, por esto la belleza se presenta como acogida de la vida del Hijo, de la filiación, del Logos que transfigura la humanidad en la humanidad del Hijo, o sea en la divino humanidad.
La resurrección, la vida de comunión está en el inicio de nuestra vida, no es la meta que hay que alcanzar.  Este es el Reino de Dios entre nosotros.  La creatividad está en vivir mi humanidad para que permanezca en el amor eterno, como epíclesis del Espíritu Santo para que hundiéndose en Cristo manifieste el Cuerpo de Cristo.
Es justamente sobre esta vertiente de la divino humanidad, o sea del Reino de Dios como transparencia de la vida de Cristo en nosotros y en lo creado que las dos pequeñas parábolas de hoy –de las cuales una se encuentra sólo en el Evangelio de Marcos- nos dan alguna luz, como dos faros que iluminan un único misterio, que es justamente el Reino de Dios.  La primer dice que el Reino de los cielos es “como el hombre que esparce la semilla” (Mc 4,26). Es interesante que este hombre no trabaja sobre la tierra misma, no está continuamente tratando de que salga el brote, por eso se dice que “la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo” (Mc 4,27).
La vida que está en la semilla se desarrolla y tiene dentro de sí, de modo intrínseco, todo lo que sucederá en su desarrollo, todas las etapas sucesivas hasta la madurez, hasta la cosecha.  Se trata de un crecimiento que se da solo o sea automáticamente la semilla crece y pasa de una etapa a la otra, tallo, grano en la espiga… todo esto acontece porque la semilla tiene dentro un código activo que impulsa el crecimiento.  Se trata sólo de la acogida, la tierra acoge y después la semilla germina.
La segunda parábola pone aún más en evidencia esto porque usa el ejemplo de la semilla de mostaza que es la más pequeña de las semillas de esta tierra, algo apenas perceptible que después crece como una gran planta, es un arbusto y sin embargo tiene ramas tan tupidas que los pájaros del cielo pueden posarse en ellas.  Cristo está subrayando justamente esta desproporción entre esta planta y una semilla tan pequeña, diciendo prácticamente que el Reino de los cielos tiene una fuerza dentro y a pesar de ser tan pequeño y aparentemente invisible, tiene una gran potencia.
La cosecha nos abre la imagen del juicio, es la imagen del paso, del eschaton, de la plena realización del Reino.
En la historia hay un ritmo, que se transforma en el ritmo de la historia porque es el hombre que se pone al día al ritmo de la Palabra que ha recibido y acogido.  Somos nosotros los que estamos invitados a sintonizarnos con el ritmo y las etapas del crecimiento.  Si somos tentados por la impaciencia y en la Biblia hay muchísimas imágenes de la impaciencia del hombre, típica reacción del pecador (Cfr. Ex 32) se termina por crear ídolos en lugar de Dios.  Esto, este deseo de hacer, de intervenir, de ser nosotros los que gestionamos saca nuestra mentalidad del ritmo del Reino, pone nuestros discursos en lugar de la Palabra y se convierte en obstáculo para este crecimiento, incluso hasta el punto de ponerlo en peligro en este deseo de que brote a toda costa, según nuestros modos y tiempos. Cristo, de alguna manera va más allá de la profecía de Ezequiel de la primera lectura.  Nos encontramos en Babilonia, en una depresión generalizada, el pueblo está exhausto. Y de este enorme cedro, antes de que se seque, se cortará una rama que se plantará en el monte y brotará un cedro magnífico, estupendo, alto, algo impresionante, se realizará el Reino de Israel.
Pero este no es el modo de razonar de Cristo.  La semilla que llegará a ser una planta digna de todo respeto y será un vegetal, estará dentro del huerto, no como algo que impresiona por su grandeza, sino que impresiona por la desproporción y no llama la atención por ser algo inmenso.
El cansancio del cristianismo muestra que la manera como nosotros hemos entendido el Reino no dio frutos.  Las parábolas de hoy hacen entender que también hay un arte. Después de la abundante siembra también hay un arte de dejar al hombre en la paz. De saber vivir en la amistad con este hombre justamente para acostumbrarlo al ritmo del Reino, que no es nuestro ritmo, que no puede llegar a ser fruto de nuestra imaginación, de cómo hacer antes y mejor, de cómo salvar, redimir, con qué eficacia y eficiencia y aumentando los números.
Es de otra manera que el Reino dicta el ritmo y pide ojos y oídos atentos para experimentarlo dentro de nosotros y para experimentarlo en el mundo, en las personas alrededor de nosotros. ¿Cuál es el ritmo de la Palabra? ¿Cuál es el ritmo del Reino? Lo que es mentalidad de la carne sigue siendo carne (Cfr. Jn 3,6) ¿Qué es del hombre viejo que como tal no puede entrar en el Reino? Muchas cosas parecen débiles, perdidas, se están quebrando, se derrumban, pero quizás nos dicen que tenemos que poner nuestra atención al brote que germina. “¿He aquí que hago algo nuevo, ahora brota, no se dan cuenta?” (Is 43,19).  El germinar se puede notar, este es el ritmo de la Iglesia.
Es muy diferente y ciertamente requiere discernimiento sobre qué sembramos. Porque nosotros sembramos nuestras filosofías, se sembramos nuestras ciencias, todo lo que en los últimos siglos hemos usado como evangelización junto co0n nuestras fuerzas y nuestro modo de pensar está claro que no crece nada y que los campos son áridos. Porque justamente falta la siembra. Falta la siembra de la Palabra. Falta la siembra de la semilla buena, de la semilla bella que es el Verbo, que es la vida del Hijo, que es la sabiduría divina.  Esto es lo que crece y esto es lo que el mundo espera, la semilla de una Palabra que es “teúrgica” y que es la dimensión imprescindible de todo anuncio y de toda evangelización. Precisamente porque es la siembra del Reino mismo y es el Reino el que determina la forma de proceder, nos obliga a permanecer en silencio y comenzar a escuchar.
P. Marko Ivan Rupnik



jueves, 7 de junio de 2018



X Domingo del Tiempo Ordinario - Año B                       Mc 3,20-35

El evangelio de hoy de Marcos sigue a la institución de los doce y el primer efecto frente a las multitudes que comenzaban a reunirse alrededor de Jesús se refiere a los que son llamados sus parientes, los cuales piensan que está “fuera de sí”.  Lo que Cristo ha comenzado a decir afecta fuertemente a los que lo escuchan y produce la reacción de los espíritus inmundos. La liberación del mal que Él ha iniciado no puede dejar de provocar al mal que reacciona hasta acusarlo de estar poseído por Belcebú (cfr. Mc 3,22). La blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada, dice Jesús (Cfr. Mc 3,29). En Pentecostés se cumplió la promesa del Padre y el don del Espíritu es la condición esencial para poder seguir a Jesús.  El que no está envuelto en esta venida empieza a razonar según términos puramente humanos. Quedarse sólo en el horizonte humano e incluso apelar a las fuerzas oscuras, tenebrosas, opuestas a Dios, en vez de acoger el don del Espíritu Santo que manifiesta y realiza en la humanidad del Hijo una existencia nueva, quiere decir blasfemar contra el Espíritu Santo. El no perdonar explica esta cerrazón en uno mismo y la esclavitud de esta nuestra limitada, naturaleza mortal.
Esto recuerda directamente el coloquio con Nicodemo: “Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es Espíritu” (Jn 3,6).  La lógica de la carne razona según causas y consecuencias y no logra superarse a sí misma, pero el Espíritu es libre y supera toda lógica carnal. Cristo mismo se enfrenta con este juicio humano solamente o sea según la carne. “Ustedes juzgan según la carne, yo no juzgo a nadie” (Jn 8,15). A partir del Espíritu Santo no es posible hacer un juicio sobre la persona según la carne porque el Espíritu nos libra de las ataduras de la carne y nos hace superar la dependencia que es sumisión a la naturaleza. “Por eso nosotros, de ahora en adelante, ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos; y si conocimos a Cristo de esa manera, ya no lo conocemos más así. El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente.” (2 Cor 5, 16-17).
No se trata de una contraposición dualista entre el cuerpo y el espíritu, no se trata de una reminiscencia gnóstica sino se trata de explicitar la manera en la cual la persona humana vive la propia humanidad, la propia naturaleza humana. El Espíritu Santo nos hace participar de ese modo divino, comunional, de amor que hace vivir la propia humanidad como expresión y realización de la propia existencia en el amor, en el don de sí a los otros. Este es también el camino de la vida porque de esta manera la naturaleza humana envuelta en el amor es injertada en la vida que permanece (Cfr. 1 Cor 13,8), caso contrario, hacer que el yo humano sea la expresión de las exigencias de la propia naturaleza significa destruirse porque la naturaleza humana no tiene en sí misma nada que pueda superar la muerte.  Esto lo puede recibir sólo del Señor que da la vida verdadera y vierte en nuestros corazones el amor de Dios Padre (Cfr. Rom 5,5) “Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán.” (Rom 8,13)
En el texto de hoy Cristo hace ver no solamente un nuevo principio de la unidad, sino que en su humanidad hace visible su plena realización. “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” (Mc 3,33). Sabemos muy bien qué fundamental era en la tradición del Antiguo Testamento el vínculo de la sangre, en cambio Cristo claramente declara su insuficiencia porque es un vínculo que no hace superar al hombre su trágico destino, o sea la muerte. Ya en el principio del libro del Éxodo encontramos como proceso de liberación el llamado a Abraham para desligarse de los vínculos de la naturaleza y comenzar a vivir su naturaleza humana según la vocación, según la voz que lo llama, o sea teniendo en cuenta a Dios. Se trata de comenzar a vivir la propia humanidad según la relación. “El Señor dijo a Abram: «Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré”. (Gen 12,1).  La vida según el Espíritu será por lo tanto la realización del hombre como misterio de la persona según la existencia de las Personas divinas, o sea según la comunión.
La Iglesia es el lugar y la expresión de esta realización del hombre como comunión de las personas.  Abraham tuvo que hacer un largo itinerario para llegar a comprender que estaba llamado a vivir la paternidad tan deseada por él en un nivel radicalmente nuevo, no ya sólo según la naturaleza sino según el Espíritu, o sea según Dios.  Lo bello de este pasaje consiste en el hecho de que la paternidad según el Espíritu no elimina la paternidad según la naturaleza, sino que la integra librándola de la esclavitud de la necesidad. Es la libertad que caracteriza la realización del hombre según el Espíritu.  Como en sus estudios lo hace notar muy bien Berdjaev, la libertad se encuentra y se descubre sólo en el amor porque es su dimensión constitutiva. La unión de las personas y la realización del hombre se da en el amor de Dios Padre.  El mal del mundo y también el príncipe de este mundo no pueden tener ningún poder sobre nosotros si nos dejamos guiar por el Espíritu que nos injerta en el Hijo en quien la voluntad del Padre no se cumple en una obediencia según la lógica humana sino en el amor: “Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí, pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado” (Gv 14,30-31).
P. Marko Ivan Rupnik

viernes, 1 de junio de 2018




Corpus Christi – Año B                                Mc 14,12-16.22-26

El Evangelio de hoy nos vuelve a colocar en el marco pascual. Estamos en el día de la preparación de la Pascua que después a la tarde será el primer día de los panes ácimos. La fiesta de los ácimos y la fiesta de la Pascua con el paso del tiempo de alguna manera se han superpuesto, indicando la misma realidad del paso, de la liberación. Los “ácimos” son el pan de la aflicción y de la esclavitud, pero también son el pan de la verdad, de la vida nueva, del corte con el pasado y por esto el primer día de los ácimos se tenía que sacar de la casa toda la levadura vieja para indicar que se dejaba atrás una mentalidad que es la de los esclavos para transformarse en un pueblo libre, para entrar en una novedad de vida.  Es la exhortación de Pablo de dejar atrás la mentalidad del mundo, la mentalidad del pecado, con todo lo que de alguna manera puede hacer que nuestra vida sea corruptible: un pan leudado se echa a perder mucho más fácilmente que el pan ácimo, pero nosotros somos ya “ácimos” en la sinceridad y en la verdad (Cfr. 1 Cor 5,7) Ya somos esta masa nueva que es Cristo, que es la verdad de la vida, esa divino humanidad que es la humanidad vivida al modo de Dios.
El Levítico en el capítulo 23 nos recuerda que el primer día después del sábado –de los siete días de los ácimos- se celebraba el rito de llevar la primera gavilla de grano recogido en el campo al sacerdote que lo levantaba en alto y lo agitaba para expresar la gratitud a Dios por la nueva vida. Esta gavilla se llamaba la primera de las primicias de la vida.
En el año de la Pascua de Cristo esta fiesta de las gavillas, esta liturgia después del sábado, cae justo en el día de la resurrección de Cristo. “Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que han muerto” (1 Cor 15,23). Cristo es esta primicia, esta humanidad nueva vivida por Dios como Hijo, humanidad que sobrepasa la muerte, que ya hace parte de la nueva creación, que ya hace parte del santuario verdadero y ya no es vulnerable a la levadura vieja, al veneno del pecado, a la tentación, a la muerte, pero es la primicia. Él ha resucitado como primicia, después resucitarán todos los que son suyos, los que son de Él.
Hay muchos paralelismos con la entrada de Cristo a Jerusalén: las mismas palabras, las mismas frases para ayudarnos a entender que en este marco pascual, en esta cena que será la institución de la Pascua, se encerrará el verdadero paso que es el paso a la Jerusalén celeste, al santuario verdadero, al Reino, al eschaton. Este es el verdadero corte con el pasado, con la levadura vieja.  Es la primicia de la resurrección, de una humanidad resucitada que puede entrar en el reino, puede entrar en la plaza de oro porque ya no es de la carne y de la sangre de este mundo.  Esta gran riqueza del paso a un pan nuevo; si ha perdido este sentido en la grande e insuperable distancia que se ha dado entre la eucaristía y la teología que quería expresarla, que, aun queriendo poner el acento sobre la presencia de Dios, no ha logrado insertarla en una visión trinitaria, de comunión, de Iglesia, cerrando el horizonte sobre una relación individual, la eucaristía, en cambio, es la superación del yo individual y es la afirmación de la persona en su sentido teológico, como entretejida en un organismo, en un cuerpo cuya primicia es Cristo. 
El Concilio Vaticano nos invita a reapropiarnos del misterio de la eucaristía porque ella es la vida de la Iglesia, es la articulación de su vida en su interior: nosotros somos lo que somos en la eucaristía que para nosotros es un alimento que nutre al hombre para esta gran novedad que Dios ha realizado para nosotros en Cristo, para este nuestro injerto en la novedad de Cristo. Este paso, este injerto, se da con el alimento y la bebida, no es suficiente contemplar, admirar, adorar.
La Eucaristía nos involucra en este acontecimiento único en el cual se ha dado este paso.  Nos coloca allí, como pueblo de Dios, entretejido en este organismo hecho de muchas moradas que es su Cuerpo, mientras estamos en camino hacia el cumplimiento.  Esto ha de ser recuperado. De aquí se comienza.
Aquí se abre la dimensión eclesial, el Cuerpo de Cristo, su vida, el cáliz, el paso nos ha creado de nuevo, nos ha regenerado, nos ha resucitado como su Esposa, como el Cuerpo del cual Él es la cabeza. La Eucaristía es la vida y el Cuerpo de nuestro Señor, pero también es todo lo que es Cristo con su Cuerpo, con su Esposa, que somos nosotros, la Iglesia.  Es el lugar donde se hunde la tentación, que siempre queda al acecho, de la levadura vieja, de la nostalgia de la esclavitud, las cosas viejas y no resueltas, las venganzas, el perdón no otorgado, no recibido, las heridas que sangran, huelen mal y se transforman en los anteojos a través de los cuales nos vemos a nosotros mismos y a los otros, la historia y todo lo demás…
La Eucaristía es la medicina que cura, sana y nutre con todo lo que es, incluso la Iglesia, en una riqueza de alimento del Cuerpo de Cristo, de su vida filial, y por lo tanto de la vida de hermanos y hermanas.
P. Marko Ivan Rupnik