sábado, 28 de abril de 2018

V Domingo de Pascua


V Domingo de Pascua– Año B                                                                 Jn 15,1-8

La imagen de la viña es muy conocida en el Antiguo Testamento.  El Señor es el viñador que ha plantado la viña que es Israel, su pueblo, la viña es la imagen a la que los profetas se refieren a menudo denunciando la falta de frutos. Es por esto que el Padre manda a su Hijo “Yo soy la verdadera vid y mi Padre el viñador” (Jn 15,1), el Hijo de Dios se hizo vid para recuperar la viña que no había dado fruto a su agricultor.  De esta vid que es Cristo, nosotros somos los sarmientos.
En Ez 15 se dice: “Hijo de hombre, ¿en qué aventaja la leña de la vid a la de cualquier otra rama de los árboles del bosque? ¿Se saca de ella madera para emplearla en una obra? ¿Se hace con ella una percha para colgar alguna cosa? No, se la echa al fuego para ser consumida: el fuego devora sus dos extremos y arde también el centro. ¿Servirá entonces para alguna cosa? Cuando todavía estaba intacta, no se utilizaba para nada: ¡cuánto menos se hará algo con ella, una vez que el fuego la devore y esté quemada!” (Ez 15,2-5).
Es un leño que no sirve absolutamente para nada, ni cuando está entero, ni cuando está quemado, por lo tanto el verdadero sentido de este leño es sólo el fruto.  No sirve para otra cosa sino para hacer pasar la savia y mientras esta pasa absorbe algo del leño y produce la uva, el fruto.  Sólo sirve para esto, sin embargo es indispensable, no se recoge la uva dela zarza. (cf Lc 6,44; Mt 7,16).
Cristo es la vid y nosotros los sarmientos.  El fruto que lleva es esta humanidad vivida como Dios, o sea el amor.  Esta es la divino humanidad de Cristo, esta savia que pasa es la vida de Dios y el fruto que da es la vida de Dios. Y como la vida de Dios es el amor y el don de sí, lo único que ayuda al hombre es vivir como don de sí mismo. O sea el único sentido del hombre es el amor, hacer pasar a través de sí mismo el amor de Dios hasta llegar a ver el fruto.
De otro modo, como la vid, el hombre no sirve para nada. Mientras el resto de la creación sirve para hacer sobrevivir al hombre, el hombre sirve solamente si da el fruto que es el amor, que es la vida de Dios. O sea sólo si se convierte en divino humano. Es por esto que Cristo dice: “Permaneced en mí” (Jn 15,5). Un permanecer que en su raíz significa también resistir, un término que no tiene la bonita connotación del permanecer y que más bien nos lleva a la poda de la que hablan los versículos siguientes, poda necesaria para dar fruto.
Cristo nos hace ver un campesino que corta y quema. Pero lo bueno es que no somos nosotros mismos que nos podamos según ideologías varias, sino que es el Padre que a través de la historia hace esta poda.  Los cortes que hace el Padre nos liberan de todo lo que impide llevar fruto, nosotros solos no podemos liberarnos y quizás ni llegaríamos a darnos cuenta.  También hay un fuego que verifica esto, lo dice Juan (Cfr. Jn 15,6: “el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde”) y también lo dice Pablo (Cfr. 1 Cor 3,13)
Este misterio de la poda, de eliminar y quemar es lo que se tiene que considerar en nuestra vida espiritual. Pero aún se ha de tener más en consideración la segunda poda, bien conocida por los viñadores, la que es necesaria cuando ya se ve cómo se desarrolla el crecimiento para dar más fuerza a la calidad y también la cantidad.
Así se mejora la calidad de la uva y en consecuencia también del vino. Se poda para que dé más fruto. Porque el fruto es el vino y no la uva.
El término podar literalmente significa purificar. Es el Padre que purifica para que demos más fruto. La cuestión central es esta, es el Padre que purifica, no somos nosotros. Como es el Padre que exalta al Hijo (Cfr. Fil 2,9) que se hace obediente hasta la muerte de cruz.  No es una cuestión nuestra de poner empeño en mejorarnos, y terminar centrándose en uno mismo en una búsqueda de perfección que nos hace quedar encerrados en nuestro propio yo.
Esta imagen de Juan –él no propone parábolas sino imágenes- es esencial para la vida porque es imagen de la divino humanidad que es obra del Padre.  Nosotros no podemos hacer de nosotros mismos un don total del amor como Cristo para pasar así a la resurrección.  Esta es obra del Padre porque el Padre sabe qué es lo bueno para nosotros a fin de que podamos ser un don libre, gratuito, para que podamos ofrecernos verdaderamente. Muchos siglos de formalismo sobre la perfección del individuo puede crear una fuerte ilusión de alcanzarla en lo referente a muchos aspectos morales y éticos pero nos hace totalmente anémicos, incapaces de transmitir el amor, de transmitir el don de sí, de mostrar un estilo de vida donde el hombre es el don del amor en lo concreto y cotidiano de la vida. Se llega fácilmente a la dureza de corazón y al juicio despiadado hacia los demás.
Ser perfecto o ser un don, esta es la pregunta. El Padre sabe lo que es necesario de lo que soy para que yo pueda vivir como un regalo que se desperdicia y no escatimarme manejándome a mí mismo. Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo (1 Jn 3:20), solo Él sabe cómo ir más allá de nuestras ideologías y nuestros modales.
Para esto es necesario que el Padre nos purifique.
Aquí está la actitud del creyente, la aceptación de lo que la vida trae, porque él sabe que el Padre interviene y no necesita combatir con la vida. ¿Te sucede algo? ¿Cómo puedes usarlo para cambiar tu corazón y tus relaciones, comenzando desde la relación con Dios? Es el Padre quien lo está haciendo para que puedas convertirte en un regalo y no ser el racimo de uvas, sino el vino.
 P. Marko Ivan Rupnik



martes, 24 de abril de 2018

IV Domingo de Pascua - Buen Pastor


IV Domingo de Pascua                                    Año B                                           Jn 10,11-18


La visión central de este domingo es el Buen Pastor que da su propia vida por las ovejas.  Literalmente es el pastor bello, porque el término kalòs ha sido reducido a bueno de acuerdo a la interpretación jurídico moral que ha sido la predominante muchas veces en la traducción de muchos términos bíblicos, Dificultad en este caso debida también a lo complejo de traducir el hebreo. El término kalòs, bello, está usado más de cien veces en el nuevo Testamento.
Pedro en su primera carta recomienda a los cristianos que su conducta entre los paganos sea bella, porque cuando son calumniados como malhechores, viendo sus bellas obras glorifiquen a Dios (Cfr. 1Pe 2,12).  Esta conducta bella con las obras bellas es literalmente el testimonio, que es el mismo término usado por Pablo en la carta a Timoteo cuando dice que Jesucristo “dio su bello testimonio delante de Poncio Pilato (1 Tim 6,13). De hecho, delante de Pilato Cristo dio testimonio de la verdad (Cfr. Jn 18,37). Qué cosa sea la verdad (Cfr. Jn 18,38) es la pregunta de Pilato que no puede entender, por qué la verdad –como La explica el Evangelio de Juan- es la filiación del Hijo, es la relación con el Padre, la ausencia de soledad. “Yo no he hablado por mí mismo, sino el Padre que me ha enviado me ha dicho lo que tenía que decir y pronunciar” (Jn 12,49). Por esto “El que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,37)
En la parábola del sembrador todo se vuelve a unir porque para hablar de la tierra donde cae la semilla (Cfr. Mc 4,8 por ejemplo) se usa el término terreno bello, o sea el terreno que “escucha la palabra, la acoge y da mucho fruto” (Cfr. Mc 4,20)- se convierte en terreno bello porque ya no es sólo terreno sino que adentro lleva otra realidad.
Esto es lo que es bello: escuchar la palabra, acogerla y hacerla fructificar.  Lleva mucho fruto el grano de trigo que ha caído en la tierra y que muere (Cfr. Jn 12,24).
El significado de la palabra bello que se abre aquí deja un espacio enorme a la libertad del amor porque significa acoger el principio de la Palabra que es el Hijo y que comienza en mí una transfiguración que me lleva a la ofrenda de mí. De hecho el Pastor, el que es bello, es el que hace ver al hombre habitado por Dios, o sea como ofrenda de sí mismo. “Yo soy el pastor bello y el pastor bello ofrece la vida por sus ovejas” (Jn 10,11) La belleza, lo bello es algo dinámico, es un proceso de transfiguración que pasa a través de la renuncia, a través de la ofrenda de sí y es bello porque hace ver en la semilla el brote, a través de la muerte.  El Hijo no está solo, revelará a Otro.  Y lo hará justamente en la muerte.  Esta es la belleza.
El término kalòs en el Nuevo Testamento incluye el misterio pascual.  Y es por esto que en el tiempo pascual está el domingo del Buen Pastor.  Aquel que hace ver la vida pascual de la humanidad, como Hijo y por lo tanto es el Pastor Bello.  La Belleza es hacer ver el otro, hacer surgir el otro, no agotar una realidad en sí misma sino a través de la relación de amor hacer surgir el otro, y esto se da cuando tú te ofreces, renuncias, mueres.
Es por esto que si nos quedamos en la traducción de bueno en lugar de bello, termina siendo lo bello un ideal paralelo a bueno.  Esto es lo que de hecho ha sucedido y ha realizado una profunda herida en nuestra cultura haciéndonos creer que lo bello pueda existir como paralelo a una vida vivida con ideales totalmente opuestos. Pero no existe un bello ideal que pueda convivir con la noche de la soledad, de la muerte, cuando no ves todavía ningún brote pero la semilla ya está deshecha, que es el momento más difícil de la vida espiritual. Pero al Pastor Bello –Aquel que es la ofrende continua de sí mismo al Padre- tú siempre podrás mirar: cuando estás en la plenitud de tus fuerzas, cuando estás enfermo, cuando estás en manos de la muerte, siempre.  Porque es un paso y en todos los pasos encontrarás la forma perfecta, la fuerza perfecta, el ámbito perfecto. Ya sea en la semilla, en el morir, en la soledad, o ya sea en el brote.
Bello es el hombre que vive esta nueva existencia que Dios nos ha traído en Cristo para la nueva humanidad y que a través de la muerte, a través de los momentos más difíciles de la propia vida revela la fuerza de la vida que ha recibido, que es el amor del Padre.
Cuando todos los ideales clásicos caen, cuando el hombre vive destruido, arrodillado y aplastado, es en ese momento que aparece, se expande y desarrolla la fuerza más grande.  Desde Cristo muerto ha brotado la glorificación del Padre y este es en verdad su testimonio bello delante de Pilato. (Cfr. 1 Tim 6,13)
P. Marko Ivan Rupnik




jueves, 12 de abril de 2018

III Domingo de Pascua


III Domingo de Pascua             Año B                                                   Lc 24,35-48


 Una vez más Jesús nos lleva a los signos de la pasión, sus manos y sus pies son testimonios de que el amor de Dios Padre es la única realidad indestructible.  Su relación fiel es la única que no se puede deshacer o truncar, por lo tanto entrar en el amor del Padre significa entrar en su eterna memoria. El misterio pascual se ha consumado cuando el Hijo de Dios ha vivido su humanidad como don de sí, y entregando su aliento (o respiración, en el evangelio dice espíritu) al Padre lo ha entregado a toda la humanidad y en este mismo aliento está a su vez entregada al Padre, a su amor eterno.
Hay una pedagogía de Cristo, en los cuarenta días de las apariciones: en la Biblia el número cuarenta marca el tiempo del aprendizaje y del conocimiento en el discernimiento.  Él aparece en esta manera física de la primera creación haciendo ver que esta humanidad ya no está sujeta a las leyes de esta creación. La vida vivida en su corporeidad humana como amor del Hijo, a través del sacrificio total que es la muerte en la cruz, hace entrar toda su humanidad en la memoria eterna del Padre, porque ha sido vivida totalmente en el amor filial. Por esto es evidente que lo que Cristo hizo en el arco de su vida en comunión con los otros está custodiado en la vida definitiva y por lo tanto aparece de esta manera.  Cristo que come con los apóstoles hace ver los dos registros de la vida, lo que aquí se ha vivido en el amor ya está cumplido en el Reino y está con Cristo escondido en Dios. Y cuando aparecerá Cristo en su gloria definitiva del Reino, aparecerá toda nuestra realidad vivida en Él. (Cfr. Col 3,4)
Por esto Cristo hace ver a los discípulos una nueva cualidad de la vida en su humanidad.  A través de la pascua, a través de la ofrenda de sí mismo, se cumple una nueva generación (somos nuevamente engendrados).  Una humanidad que tiene la posibilidad de ser completamente filial, totalmente en comunión con el Padre así como es ya para Cristo que por esto existe de una manera nueva, la manera comunional, “en medio de ellos” (Cfr. Jn 1,14; 20; 19,26).  Es la humanidad de Cristo resucitado. Aparece para enseñarles a acostumbrase a no buscarlo más como un individuo en quien habita alguna cosa divina, sino como divino-humanidad pascual, una humanidad hecha verdaderamente filial, que de esta manera puede vivir como resucitada.
Por esto abre su mente a la inteligencia de las Escrituras. Sólo se pueden comprender a partir de la resurrección.  No se trata de una comprensión simplemente intelectual, con la ayuda de alguna técnica del conocimiento y de la interpretación. Las Escrituras contienen el Verbo que ahora se ha manifestado como Hijo de Dios, verdadero hombre, por lo tanto la clave para la comprensión es una Persona y no simplemente un texto.  Para esto se necesita una inteligencia relacional, una inteligencia agápica que nos es donada por el Espíritu Santo. Abrir la mente a la inteligencia de las Escrituras se convierte en el último gesto de la redención que después será llevado a cabo por el Espíritu Santo que recordará todo lo que Él ha cumplido y enseñado (Cfr. Jn 14,26; 16,13).
Esta es la verdadera anámnesis, la eterna memoria que en la divino humanidad de Cristo nos abre el acceso a la visión del Padre cuyo designio es recapitular en Él todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (Cfr. Ef 3,10).
El pecado de alguna manera ha sellado la posibilidad de leer, de conocer esta visión cerrando al hombre dentro de sus coordenadas que pretenden hacerlo como Dios y lo privan por esto de esa visión de todounidad que pertenece solo al Padre y a la cual nosotros podemos acceder sólo en Cristo, a partir de la relación filial con el Padre.  Con la mentalidad del pecado el hombre es capaz de inventar modos de conocimiento, de estudio, de interpretación pero no alcanza a entender la lógica relacional, la eclesial, uno en el otro.  No se entiende la Escritura, o sea el sentido de nuestra existencia en Dios sin una relación con Cristo, Hijo del Padre.
Es más bien que encontrándose en Él, en su humanidad está el sentido y el cumplimiento de toda la Escritura.
En los acontecimientos de todos los días queremos inmediatamente dar una interpretación, siempre, porque esta es nuestra “forma mentis”, pero no tenemos en cuenta que el único lugar donde las cosas adquieren su nombre, el único lugar donde encuentra sentido todo lo que acontece es el sacramento, la liturgia: sólo aquí las cosas reciben un nombre como son, porque hay una sinergia entre la Palabra, el Espíritu y lo creado. En la liturgia se pronuncia y la palabra es inmediatamente el acontecimiento (te sean personados los pecados y los pecados son perdonados). No solo esto. La Palabra que escuchamos al comienzo de la liturgia del sacramento de la Eucaristía y que en la homilía buscamos hacer ver cómo se puede realizar, se realiza plenamente a través el pan y el vino que nosotros ofrecemos. De hecho los evangelios pascuales nos llevan continuamente al encuentro con Cristo que come junto con los suyos. La Eucaristía es la realización de la palabra encarnada y nosotros nos alimentamos de ella en la comunión.  El hombre se transforma en lo que come.
No se trata por lo tanto de entender la palabra como una especie de programa de vida que a nosotros después toca realizar, la Palabra misma es teúrgica, y pide realizarse en nuestra vida siendo acogida.  El Cristo post-pascual cierra toda puerta a una posible interpretación ideológica o moralística de la fe en Él.
P. Marko Ivan Rupnik



viernes, 6 de abril de 2018

II Domingo de Pascua





II Domingo de Pascua – Año B                                                                    Jn 20,19-31



El comienzo del evangelio de hoy parece volver a ponernos en un clima pre-pascual a pesar de que estamos al final del octavo día, el octavo del octavo.
En este clima de humanidad no redimida sino temerosa, con miedo, preocupada por el propio fin. “llegó Jesús cuando las puertas estaban cerradas” (Jn 20,19 “llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos). Es importantísimo que se diga “llegó” y no se apareció, porque hace ver que es verdaderamente el primer día de la nueva creación, donde un cuerpo, una corporeidad humana vive una cualidad del todo nueva, nunca conocida hasta entonces, ni imaginada, ni soñada.
“Llegó Jesús” y este textual “poniéndose en medio” (Jn 20,19) dice que Él es el centro del mundo, de la historia, de todos y de todo. También de sus miedos, de los pensamientos y razonamientos de ese preciso instante. Ellos todavía no han logrado ensamblar toda la visión de la vida y de la historia a partir del paso, de la Pascua del Señor. Esta es quizás el desafío principal de la Iglesia también hoy.  Mostrar los signos de su pasión no sirve como una simple verificación de que es Él, pero es Él porque se ha ofrecido hasta el final, sus manos son el testimonio de la obra que Dios ha cumplido, su costado permite una mirada que reconoce que es verdaderamente Dios y por lo tanto también conoce cuando el hombre vive como hijo de Dios.
Este es el sentido de su “Shalom” (Jn 20,19) que no es simplemente un augurio de paz, sino más bien la constatación de su situación de vida a partir de la resurrección: una pacificación total con todos y con todo, un bienestar que llena la vida de una persona de tal manera que no percibe ninguna posibilidad de amenaza.  Este bienestar de ellos tiene una estrecha conexión con lo que Él hace, con lo que Él es. Les hace ver las cicatrices, por un lado testimonio de su entrega, de su ofrecimiento total y por otro, justamente por esto la denuncia de su fracaso de su mentirosa amistad: “Entonces todos lo abandonaron y huyeron” (Mc 14,50) como Él había predicho.  Esta historia que cada uno de nosotros conoce en la vida, sentimientos de culpa, cosas no resueltas, no haber sabido reaccionar decididamente contra el mal, haber fracasado. El hombre no puede arreglar su historia, nadie puede. Y ningún hombre puede ayudarlo, porque nuestra vida se hunde más allá de nosotros mismos y más allá de los que nos rodean.  Las relaciones son trinitarias, no de a dos, por eso se necesita siempre el tercero que resuelva el drama de las relaciones.
Todos juraron que no lo abandonarían (Cfr. Mc 14, 29-31) pero bajo la cruz ha quedado solo uno, es por esto que cuando entró en la tumba vacía “vio y creyó” (Jn 20,8).
Tomás fue el primero en decir de estar dispuesto a morir por Él, cuando Jesús quiso ir a Betania para ver a Lázaro, cuando los judíos lo buscaban para matarlo (Jn 11,16) pero no estuvo bajo la cruz, no resistió.  Esta es la historia de Tomás, él se quedó en el viernes santo, él no estaba allí, él quedó en la experiencia del mal que es más fuerte. Tenía que descubrir la humanidad que va más allá de lo que para él era lo máximo, o sea morir.
Es por esto que es tan importante el encuentro con la Víctima pascual que hace ver las heridas y dice Shalom, muestra cómo termina el hombre que vive como Dios. Aquel que lo ha mandado, el Padre, lo recogió y por lo tanto ahora nosotros podemos estar bien.
No se puede ya volver atrás, las puertas están cerradas, no se puede regresar. La puerta hacia la mentalidad vieja, la del mundo, está definitivamente cerrada. Nuestra complicidad sólo puede ser perdonada por la Víctima, por ningún otro.
Por este motivo Cristo entrega de nuevo el Espíritu (Cfr. Jun 20,22). Nos vuelve a dar la vida filial que nos había dado cuando entregó el Espíritu desde la Cruz, esa vida que no logramos acoger nos vuelve a ser donada para hacer lo que Él ha hecho. “Como me ha mandado el Padre así yo los envío a ustedes” (Jn 20,21).  Nos manda perdonar los pecados, a volver atrás, a eliminar el pasado oscuro de cada uno, porque todas las veces que en Juan se habla de perdonar los pecados significa alejar una cosa, separar de un pasado, separarse de un lugar, separarse de un objeto. Por lo tanto no regreséis, ni ustedes ni los que encontréis. Los que están dentro de este lugar, este mi Cuerpo, liberadlos del pasado, de una vida que se realiza en la oscuridad, con las obras equivocadas, con la mentalidad equivocada. Alejad esto, liberadlos de esto (Cfr. Jn 20,23). En Cristo también el pasado equivocado y de pecado se transfigura en la luz, porque es amado.  Esta es la misión que la Iglesia no puede dejar de lado y que ningún otro puede asumir.
La de Tomás es por lo tanto la más grande confesión de fe, este hombre es mi Señor y mi Dios.  Este hombre con estas heridas, este hombre a quien yo no pude ser fiel, este es el Dios fiel, este es mi Señor.
Esta es la fe que vence al mundo (Cfr. 1 Jn 5,4). La fe que nos hace estar más atentos a lo que dice el Señor y a Quien ha mandado que a nuestra experiencia del mal. Aquí prácticamente se desarrolla el drama espiritual de cada uno, creer a la propia experiencia del mal o a la fidelidad de Quien te ha amado, que hace de sí mismo un don que va más allá de la tumba, más allá de la puerta cerrada.  Es una nueva creación, una nueva historia.
La puerta permanece cerrada y nosotros no la queremos abrir, nosotros queremos vivir la vida nueva a la cual hemos sido engendrados a través del costado de Cristo.
P. Marko Ivan Rupnik