jueves, 30 de agosto de 2018

XXII Domingo del Tiempo Ordinario


XXII Domingo del Tiempo Ordinario -    Año B                          Mc 7,1-8.14-15.21-23

El evangelio de Marcos que retomamos este domingo es continuación del discurso de Cristo en el evangelio de Juan que leímos el domingo pasado.
En el texto griego leemos: “Y se reunieron a su alrededor” (Mc 7,1), la letra “y” que falta en nuestra traducción es esencial para conectar este episodio con el episodio inmediatamente precedente que es el de la multiplicación de los panes (Mc 6,34-44) y la desilusión de los discípulos frente a Cristo que no acepta ser rey y se va.
Desde Jerusalén, epicentro de la autoridad religiosa, vienen los escribas y fariseos, los observantes, los puros, los perfectos, para interrogarlo. Más bien a desacreditarlo. No puede ser el Mesías esperado, no puede ser el que instaurará el reino de David porque Él no se corresponde con la práctica de su religión.  Este es el hilo conductor que atraviesa los cuatro evangelios.
Se refieren a la tradición de los antiguos que en la Biblia es prácticamente un término técnico que no indica simplemente la tradición de los Padres o de las generaciones precedentes sino a la revelación divina dada a Moisés, que no es solo aquella que con su nombre queda escrita sino también es la que se transmite oralmente. Y es exactamente esta que termina por prevalecer sobre lo que está escrito llegando a ser más importante. Pero la tradición oral fácilmente se presta a manipulaciones y no es difícil que uno encuentre alguna que no corresponde a las 613 prescripciones que nos llegan como tradición de los antiguos.
Tratándose sobre todo de aspectos litúrgicos y de purificación que ellos observan de manera intransigente, se entiende bien cuánto puede molestarles viendo que los discípulos de Jesús toman alimentos con las manos impuras, o sea no lavadas (Mt 7,2) y ciertamente nada vale haber dado pan a cinco mil personas, dado que seguramente ni ellos se han lavado las manos antes.
Este es el callejón sin salida donde conduce la ley cuando está desenganchada de la vida y de la fe, hace surgir la división de fondo, de tal manera que Cristo los llama hipócritas porque en griego significa actores de teatro, hombres con máscara que desempeñan un papel que no corresponde a la vida. Esta es la religión y esto es lo que Cristo está sacando a la luz, el desdoblamiento, mi corazón no coincide con lo que hago en mi cuerpo. Mi cuerpo con sus gestos de adoración y la mente que proclama algunas verdades religiosas quedan a nivel superficial y exterior y no se corresponden al contenido del corazón, o sea al yo, el yo es otro. La práctica religiosa no puede vencer y unir este abismo, porque la religión no puede hacer otra cosa más que insistir y repetir algunas verdades que se enseñan religiosamente pero el contenido de la vida del yo, o sea el corazón, la toma de conciencia de lo que yo soy, no corresponderá nunca a aquello. El modo con el cual el yo se relaciona con su naturaleza humana es lo que hace la diferencia entre fe y religión. La fe es la acogida de la vida que después se expresa en la naturaleza humana y por esta acogida la transfigura. La religión no puede justamente hacer esto porque no se realiza en la acogida sino en la conquista mediante el empeño del individuo (sobre este punto una lectura de Alexander Schmemann sería muy útil para profundizar el tema).  Esta es la tragedia de la cual Cristo nos libera, hay que entender lo que quiere decir “Misericordia quiero y no sacrificios” (Cfr. Mt 9,13; Mt 12,7).  En Cristo Dios y el hombre se unieron en una sola persona, ya no puede existir una religión en donde se pueda honrar a Dios sin amar al hombre, ya no puede existir una ceremonia dirigida sólo a Dios sin que implique toda la persona humana. Está muy claro que el hombre por sí solo no puede hacerlo, es un don, es la vida recibida en Cristo en quien nos injerta el Espíritu Santo.  Cristo solamente con pocas palabras elimina un montón de prescripciones.  La cuestión de la impureza no es el alimento. La impureza es ese yo mortal vulnerable, ofendido, que busca salvarse a sí mismo a cualquier precio y utiliza esta máscara religiosa. No hay nada fuera del hombre que, entrando en él, pueda volverlo impuro. Son las cosas que salen del hombre las que lo vuelven impuro (Mc 7,15).  El espíritu que sale de dentro, cuando está dañado envuelve el cuerpo en el mal, la carne sigue la perversión del espíritu. Pero si el Espíritu comienza a penetrar en nuestra corporeidad, en nuestra mentalidad, nos lava, y nos encamina hacia la verdadera vida que permanece.
Pero es difícil entender (Cfr. Mc 7,18) que Cristo no quiere sacrificios sino misericordia, es difícil acoger la gratuidad de la salvación.  A Cristo no le sirve un corazón vacío, duro, sin piedad, sin amor, agotado por las prescripciones que hay que cumplir, las que deberían asegurar al yo que está salvado, pero dejándolo tal cual es “Yo soy el pan de la vida” (Jn 6,35).
Continúa el discurso eucarístico de los últimos domingos y es muy fuerte: no es que haya que purificarse para poder comer, es la comida que purifica, es el alimento que redime.  Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. (Jn 6,57). Porque el mundo pasa con su concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece eternamente” (1 Jn 2,17).
P. Marko Ivan Rupnik



viernes, 24 de agosto de 2018

XXI Domingo del Tiempo Ordinario



XXI Domingo del Tiempo Ordinario - Año B
             Jn 6,60-69

Llegamos al final del largo discurso que Cristo hizo después del signo del pan.  En el evangelio de Juan este es el primer gran momento dramático del fracaso del anuncio de Cristo.  No llega a explicarse, no logra convencer y muchos de lo que lo han seguido hasta aquí, comienzan a irse.
Esta palabra es “dura” (Jn 6,60) es la constatación. Sin embargo, Él sólo les dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). ¿Qué hay aquí de duro?
Nos ayuda la etimología de la palabra que se usa aquí “skleros” que no es el término que se usa para decir que una piedra es dura –porque es lógico que sea así- sino cuando una cosa es dura cuando se pensaba que fuera blanda. En ese significado hay algo que te recuerda un insulto, que te defrauda, que te ofende, porque tú esperas una cosa y encuentras otra.  De hecho, la esclerosis es algo que en sí misma debería funcionar, disolverse, fluir, pero se endurece.
Ellos seguían a Cristo porque “querían hacerlo rey” (Jn 6,15) y posiblemente llegar a ser los “más cercanos” a este mesías. Pero Él ha hecho entender que se trata de otra cosa y este cambio de expectativas los escandaliza (Jn 6,62).  Han entendido muy bien su discurso sobre el alimento, han comprendido que se trata de un cambio en el hombre que se une de tal modo a Él para llegar a ser como Él, un don en las manos de los hombres, quien come de esta vida recibe este modo de ser, se transformará él también en un don. Han entendido bien que una unión así de íntima determina un cambio esencial, pasar del servir a Dios con las obras externas a recibir la vida divina, un modo de existir que lleva al don de sí. La primera lectura abre esta misma perspectiva, servir al Señor o servir a los dioses del país extranjero en donde se vive (Cfr. Josué 24,15). Pablo lo ha entendido muy bien explicitándolo definitivamente en el servir a Dios con las obras o ser partícipes de la vida de Dios en Cristo (cf Gal 5,1-6; Ef 2,8-10). Confiar en las obras de la carne para obtener de esta manera alguna cosa lleva a la muerte (Cfr. Rom 7,5; Gal 6,8).  En Pablo “las obras de la carne” son perversiones de una naturaleza humana que no acoge el don del Espíritu que ofrece el amor como la verdadera vida. Pero entre las obras de la carne según Pablo, entran también las obras religiosas, por la cuales el hombre piensa alcanzar a Dios con su propio esfuerzo, de por sí solo piensa llegar por su propio empeño a la vida eterna.  Es el Espíritu Santo que da la vida, que es la vida, la carne no sirve para nada (Cfr. Jn 6,63).  Yo puedo hacer las obras de la carne según un precepto religioso pero mi vida no cambia, porque la vida no está en mi carne.
Doblegando mi carne a una disciplina religiosa no llegaré a participar de la vida divina, no llegaré nunca a ser hijo de Dios con solo mis propias fuerzas. No se llega a ser hijos por sí mismos. Acogiéndolo a Él como el alimento que me da otra vida y la nutre, esta vida que es el Espíritu será capaz de mover mi carne hacia las obras que de verdad duran eternamente, las que Dios no olvida. Cuando el Espíritu me impulsa a ser don, también mi carne se salva.
El camino es exactamente el opuesto, no funciona a partir desde mí, desde la carne no se llega al Espíritu, a pesar del esfuerzo que pueda hacer. El Espíritu penetra, ilumina, vivifica la carne y la dirige, la acompaña de tal manera que también las obras de la carne se transforman en don de sí, son expresión del amor, entonces también la carne se salva. Estamos siempre sobre el horizonte del binomio fe y religión sobre el cual han escrito con tanta lucidez autores como Berdjaev y Schmemann.
Cristo no pregunta simplemente “¿Quieren irse también ustedes?” (Jn 6,67) sino que literalmente dice: “¿Será que también ustedes quieren irse? que tiene un matiz de dolor que es determinante.  Cristo mira a la gente que se va y se duele. ¿Es que nadie entiende para qué he venido? No para enseñar una doctrina nueva, sino a dar la vida, carne y sangre para la vida del mundo.  El Señor nos da su vida y después nos enseña cómo vivirla y lo hace convirtiéndose en comida, o sea esta misma vida realizada, que nosotros podemos asimilar.
Marko Ivan Rupnik



jueves, 23 de agosto de 2018

XX Domingo del tiempo durante el año


XX Domingo del Tiempo Ordinario - Año B                Jn 6,51-58

Esos judíos de los que habla el texto anterior, que en Juan son los que sostienen y se mantienen en la posición oficial de su tradición, los que murmuraban porque Cristo había dicho que era el pan bajado del cielo (Cfr. Jn 6,41), hoy discuten duramente “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6,52).  La carne en el mundo hebraico-semítico, significa la persona humana en toda su realidad, sobre todo la que se percibe directamente, la más expuesta, más frágil, más vulnerable. Aquí Cristo, dice prácticamente que todo lo que de él pueden ver y tocar es el alimento, cierra toda posibilidad de comprender de manera gnóstica (1) su mensaje y su vida. (Cfr. Jn 6,51-58).
El proceso al que el hombre está habituado generalmente consiste en enseñar, poner en práctica y después esperar el premio, que evidentemente se espera recibir. Pero Cristo dice exactamente lo opuesto, que su misma vida, así como se la ve es esta sabiduría que nutre la vida, es esta vida/sabiduría.
Cristo tiene un Padre con el cual está siempre en diálogo, siempre hay una misión, y esta vida humana que Él vive llega a ser la salvación del mundo, de toda la humanidad, justamente por su relación con el Padre (Cfr. Jn 14,31). Todo esto es su carne, su realidad humana. Esta es la historia de su carne: la misión, Aquel que lo ha mandado, la obediencia a Él, hacer sólo lo que ve hacer al Padre, decir sólo lo que el Padre le manda. Toda esta vida que se transforma en alimento para el mundo está encerrada en la Eucaristía, en ese pan que Él nos dejará.
No es una visión ideal sino una historia la que él vive en su carne, en su verdadera realidad humana, llega a ser alimento para cada realidad de la realidad humana.  Todo esto está encerrado en la Eucaristía “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 5,56).
Es curioso este poner de relieve el alimento, se parte desde el comer con el verbo “fago” o sea comer (Cfr. Jn 6,53) pero se llega hasta el verbo “trogo” o sea masticar (Jn 6,54) que se usa más bien al modo de comer de los animales, masticando con los dientes, de esta manera se quiere resaltar lo concreto, que quita la posibilidad de cualquier idealización, de cualquier romanticismo o de un devocionismo.  Porque se ve que se trata de un asumir, de una absorción de esta realidad a través de mi propia realidad humana.
Estamos bien lejos de cualquier intelectualismo gnóstico o intimismo romántico, se trata de la cuestión de la vida verdadera del hombre, hay que alimentarse y nutrir esta vida, hay que masticar.  Por lo tanto, no basta la Palabra, no basta explicar y estar con la Palabra de Dios, hay que comer la carne de esta Palabra que es la vida, porque es fácil caer en el idealismo de la doctrina de las cosas que hay que poner en práctica de alguna manera. Aquí se trata de lo opuesto, el comienzo es la práctica, es la realidad humana, y de allí se parte, no es el punto de llegada.  Porque esa es la verdadera vida y esa se mastica, “de lo contrario no tendréis vida en vosotros” (Cfr. Jn 6,53) porque la realidad humana, tal y como es, no es la fuente de la vida, necesitamos una verdadera vida.
Tener vida nos lleva a la expresión de Juan 5,26: “así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella” y a otra expresión de Juan 6,57: “Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí”. Son sólo dos que tienen la vida en sí mismos: el Padre y el Hijo.
El hombre, al no tener la vida, la busca siempre, dondequiera la encuentre vive sumiso, vive por aquello que le ha dado la vida y de esto tenemos una experiencia continua. Donde uno saborea un poco de vida, ahí se arrima.
Pero ahora la liberación tiene como fondo el Cordero Pascual, que se come y se bebe. Aquí está la sangre que salva la vida. La verdadera liberación ahora está en que el hombre ya no tendrá que ir a buscar la fuente de la vida, porque la misma realidad humana que yo vivo y que es frágil, precaria y necesitada de fortaleza, justamente la realidad que yo vivo la encuentro ya asumida en Cristo y es esta que llega a ser para mí el alimento.
Entonces me transformo en lo que como, o sea que yo vivo por Él.  El don se nutre con el don y el don nutre al don. Esto es nutrirse de la Palabra. Comer y vivir la Eucaristía como alimento de la vida me transforma en una vida que es don, porque vivo por Cristo. Así como Cristo por el Padre es un don para nosotros, así nosotros nos nutrimos con un don que nos transforma en don.
Por lo tanto, es muy importante también para nuestra experiencia cotidiana, porque si tú vives como don por Cristo, no buscas las cosas para ti mismo, no buscas que te paguen el bien que has hecho. Y en este ser un don, muchas cosas también pueden estar mal en la vida, pero como don uno puede continuar ofreciéndose.
P. Marko Ivan Rupnik


Nota (1) El gnosticismo actual
36. El gnosticismo supone «una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos»[35].
37. Gracias a Dios, a lo largo de la historia de la Iglesia quedó muy claro que lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen. Los «gnósticos» tienen una confusión en este punto, y juzgan a los demás según la capacidad que tengan de comprender la profundidad de determinadas doctrinas. Conciben una mente sin encarnación, incapaz de tocar la carne sufriente de Cristo en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al descarnar el misterio finalmente prefieren «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo»
Tomado de Gaudete et exultate



jueves, 9 de agosto de 2018

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


XIX Domingo del Tiempo Ordinario - Año B               Jn 6,41-51


Se dice que los judíos murmuraban (Jn 6,41) pero suena extraño porque estamos en Cafarnaúm y allí viven los Galileos. Juan quiere señalar de inmediato que se refiere a aquellos que de alguna manera pertenecen al núcleo duro de la tradición y del régimen religioso, que es, de hecho, el que resiste a Cristo.
El término “murmuran” es el mismo que en la versión de los LXX es usado para expresar la rebelión del pueblo contra Moisés (Ex 16,2) y que más que quejarse, se traduce mejor como criticar que registra la ira y la oposición de quienes lo escuchan al decir que Él es el pan que desciende del cielo. En la tradición judía, en la escuela de los escribas, el pan que desciende del cielo era la Torá y ahora Jesús viene a decir que este pan es Él.  La Torá es para la vida de los hombres, por esto tantas veces leemos, comí el libro, devoré el libro, se come la palabra, como, por ejemplo: “Cuando se presentaban tus palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jer 15,16).  Ahora Cristo se identifica a sí mismo con este pan y dice que desciende del cielo. Y está claro que surja la objeción del versículo 42: “Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: «Yo he bajado del cielo»?” Aquí aparece claramente la dificultad de una mentalidad del orden de la naturaleza, que no logra comprender la mentalidad del orden del Espíritu, que es la comunión, que es la filiación o sea lo que expresa la Persona divina que es la relación con el Padre y no la simple y aislada naturaleza humana.
El problema es la divino humanidad de Cristo, la filiación. La ley es un peso porque es intocable, es de Dios por lo tanto algo sagrado identificado con la autoridad.  Cristo, en cambio, parte de una relación como el único “lugar” en el que se lo conoce a Él. Y se lo reconoce porque se es “atraído por el Padre” (Jn 6,44).  El término “atraído” pertenece al mundo del amor, es del lenguaje amoroso y Juan sólo lo usa en otra ocasión cuando dice: “y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». (Jn 12,32).  Es este amor que atrae el don (Cfr. Jer 31,3; Os 2,16).  El Padre que atrae se contrapone a la autoridad de la ley.  Cristo hace ver un Dios que es Padre, que dona y se dona.  Él es este don que ha bajado del cielo porque el Padre lo ha mandado. Por lo tanto, no se conoce Cristo sin el Padre y no se conoce al Padre sin el Hijo. “«Ustedes no me conocen ni a mí ni a mi Padre; si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre». (Jn 8,19). El conocimiento es la relación de amor.  Fuera de esta relación todo se vuelve problemático, por eso se quejan, critican y no aceptan.  No se colma el abismo cumpliendo la Ley.  El Padre es el que llena la distancia donando a su Hijo que en la encarnación ha asumido toda la humanidad y ha superado el abismo abriendo para el hombre la participación en la vida divina.  Es la persona de Cristo que establece con nosotros lo que le Padre realiza con él.  (cf. Jn 6, 39-40.44). No se trata de hacer algo para volver a Dios sino de acoger a Aquel que el Padre ha enviado y acogerlo a Él que es el pan de la Vida. (Cfr. Jn 6,48). No pan para la vida, sino pan de la vida y cuando lo repite (Cfr. Jn 6,51), en griego cambia el término, así que tendría que traducirse como pan que da la vida, pan viviente, pan que vivifica, pan que está vivo, es vida. Se come entonces un pan vivificante, el pan que es la vida y aquel que lo come asimila la vida del Viviente, la vida como Amor y vive de esta vida. No se usa aquí el término “soma”, cuerpo, como en la última cena, sino que se dice que quien come mi carne, es decir su realidad humana. Toda su realidad humana que tienen delante de los ojos es este alimento, es esta vida, llamada “zoé” que es la vida filial, la vida de Dios.
Está claro que, si entendemos la Eucaristía sólo como una “cosa” sagrada, una presencia de Dios localizada, delante de la cual nos encontramos, y nos ponemos en una actitud religiosa, es un reduccionismo que empobrece terriblemente el Sacramento y toda nuestra vida espiritual y eclesial crecen y se realizan justamente en la Eucaristía.
Cabasilas es insuperable cuando dice que “nos convertimos en carne de la carne y sangre de su sangre”. O sea, su verdadera vida. Pero esto supone una visión trinitaria donde la vida de Dios no es una energía sino es la comunión del Hijo y del Padre en el Espíritu Santo. Nosotros estamos acostumbrados que el alimento nutre el cuerpo, pero la vida divina que es amor, se nutre con el amor.  Cristo nutre, se transforma en este pan y este pan es don. “cuando sea levantado” cuando se entrega en sacrificio.  El cuerpo asume, la vida divina se dona.  El cuerpo para vivir tiene que asumir, pero la vida divina se nutre donándose, llegando a ser don.  Es un pasaje notable y esto es la Eucaristía. De aquí resulta la unidad de las dos mesas, de la Eucaristía y la caridad.  Porque no se puede comer la Eucaristía sin transformarse, si no es transformándose en lo que se come.  Se llega a ser parte de su humanidad reconciliada con el Padre en el Hijo, se entra en la comunión de su Cuerpo. Se conoce al Padre como hijos entretejidos en el Cuerpo del Hijo junto a los hermanos y hermanas. Se conoce al Padre como Iglesia, como comunión de personas.
P. Marko Ivan Rupnik



lunes, 6 de agosto de 2018

Transfiguración del Señor

La transfiguración                                        Mt 17,1-9  

Este episodio se coloca seis días después del anuncio de la Pasión que Jesús hace a los apóstoles en camino con él hacia Cesarea de Filipo.
Jesús toma a Pedro Santiago y Juan, los mismos tres que se reencontrarán en Getsemaní y los lleva al monte, el monte es lugar de la revelación de Dios, donde Dios se comunica, se da a conocer, donde Dios se hace cercano.  Los lleva al monte para que adquieran una mirada diferente, la mirada de Dios sobre las cosas, sobre la historia, sobre los acontecimientos.  Muchos Padres de la Iglesia dicen que la Transfiguración consiste sólo en el cambio que se da en la mirada de los apóstoles, a Cristo no le ha sucedido nada, son los apóstoles que empiezan a ver el rostro del Señor como era verdaderamente.
Moisés y Elías son dos personajes que a su vez habían subido al monte, habían vivido una intimidad con Dios, uno representa la Ley que mira a Cristo en quien será llevada a la plenitud, el otro es la profecía que Jesús realizará en la historia.
Transfiguración según el sentido etimológico significa ver más allá de las formas, más allá de la figura, ir más allá, una mirada que penetra, que logra ver a través de. Nuestra cultura con el paso del tiempo ha empequeñecido el significado a un cambio de forma, pero es mucho más que esto.  Cristo no ha cambiado ninguna forma.  La cuestión es la de la luz, es lo que físicamente se describe en el texto, es transfigurado y su rostro brilló y sus vestidos eran cándidos como la luz.
Nuestra opacidad, nuestra falta de luz es el cuerpo, este velo que el pecado ha vuelto opaco, clavado en el yo, es necesario que vuelva a ser transparente y haga aparecer lo que es la verdad de la persona.
 La cuestión es ver con la luz justa, por eso Pedro puede decir que es hermoso quedarse allí, aunque no haya entendido mucho, ha intuido que es bello.  Y la belleza significa este ver dentro de una cosa otra más profunda y más hermosa
Esto es lo que Cristo quiere decir a los apóstoles, mirar más allá justamente cuando verán la carne de Jesús martirizada, afligida, burlada, Ver que Él hace esto por amor al Padre, que detrás está el rostro del Padre, está la filiación, Cristo sobre el monte aparece vestido de la filiación y los apóstoles logran por un instante verlo como Hijo, que era lo que siempre sucedía con Jesús al subir al monto a orar.
Se necesita verdaderamente una mirada en el Espíritu, ser lavado en el Espíritu para que nuestros ojos puedan ver verdaderamente. 
Nosotros somos un poco víctimas de la convicción de que la perfección individual es la perfección de las formas. Pero eso no sirve si no hay una luz nueva que pasa a través de las obras buenas, “Brille así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras obras y alaben al Padre que está en los cielos”
La Transfiguración, es vivir con todo lo que somos nuestra filiación, este es el sentido, capaces de ver más allá, de ver transparentes las cosas opacas, capaces de cambiar la mirada centrada en el yo. 
¿Cuándo un cristiano es maduro? Cuando encuentra Cristo en todo, cuando ve que Cristo es el centro de todo y en Cristo se abre al Padre en un horizonte sin límites.
No nos sirve buscar continuamente cómo cambiar nuestra vida, cómo estar bien, Nos sirve, en cambio, tener una mirada que se da cuenta que ahí donde estamos o cómo esta situación es el lugar ideal para vivir como hijos.
La fiesta de la transfiguración nos ha de ayudar a quitar la mirada de nuestras cosas opacas, de lo que me quiere clavar sobre algo que me cierra en mi yo, y poder vislumbrar y recibir a través de mi fragilidad y de mis heridas, cómo hay otra luz que me llega, una luz que no es de este mundo, sino que es la relación del Padre y del Hijo que es el AMOR y que en ella puedo vivir yo mi filiación                                               
Marko I Rupnik





jueves, 2 de agosto de 2018

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario


XVIII Domingo del Tiempo Ordinario - Año B     Jn 6,24-35
El signo del pan que hemos visto el pasado domingo ha sido mal entendido, no ha sido comprendido.
La gente busca a Jesús, pero el verbo que usa Juan es un buscar que siempre encierra una connotación de mal, de alguien que busca una cosa para sus propios fines, o sea sabiendo de antemano qué busca y queriendo encontrar lo que busca. De manera que en el fondo quiere decir no buscar nunca verdaderamente a Jesús, así como Él quiere revelarse y ser encontrado. Este término se usa también en el relato de María Magdalena en Jun 20,15 donde María quisiera retenerlo y es usado entre otras tres veces en Juan 10,39 donde las autoridades quieren prender a Jesús para matarlo.
En todo el Evangelio de Juan esta búsqueda de Cristo tiene una connotación de ambigüedad, de algo que no termina bien. Por eso dice: “Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse” (Jn 6,26). O sea, no me buscáis por lo que habéis entendido a través de este signo que yo soy sino porque queréis que yo repita los signos. Os habéis saciado y queréis continuar del mismo modo.  Cristo realizó el signo para que ellos pudieran comenzar a entender que la verdadera vida nace en la relación con Él, pero ellos continuaron a leer ese signo sólo dentro del horizonte de las necesidades de la naturaleza humana.
Cristo sale al encuentro del hombre buscando hacerse comprender como alimento, como vida, como comida y nosotros lo buscamos para una utilidad social, política, económica, cultural y por último religiosa, que se expresa en esta sed de satisfacer un sentimiento religioso que lo reduce a un objeto de culto. Partiendo de lo que Él es una realidad vital, personal y comunional (de relación) se transforma en algo externo fuera de nosotros. Y, por lo tanto, no puede cambiar la vida, no se transforma en comunión, no puede transfigurar las relaciones.
Él dice: “Yo soy el Pan de Vida” (Jn 6,35), y esta es “zoë”, es la vida filial, la vida divina, no “bios” que es la vida de la carne.  El paso de lo exterior al interior es muy complicado porque aun queriendo orientarse hacia Dios se ve que no se lo pueda hacer con las propias fuerzas, de hecho, para ser hijos es necesario que alguien te engendre. A Nicodemo Cristo dice que se necesita nacer de lo alto (Cfr. Jn 3,5).
De alguna manera Parece que Cristo mismo los tiente con las palabras “Trabajen, no por el alimento perecedero” (Jn 6,27).  Usa un verbo que tiene la misma raíz de la palabra obra, trabajo, que podría entenderse algo que se ha de hacer, algo que les toque a ellos, pero en el Antiguo Testamento es un término que pertenece sólo a Dios y que siempre está en relación con su obra creadora, excepto en Ex 19,8 y Ex 32,16 donde se dice que tenemos que cumplir la obra de Dios que son las tablas de la Ley.  Por eso cuando preguntan qué obra de Dios tenemos que hacer y qué tenemos que cumplir para hacer la obra de Dios ponen en evidencia la mentalidad de quien espera simplemente una nueva ley o por lo menos algunas cosas nuevas para hacer y que se puedan cumplir.
La diferencia es muy grande, Cristo los ha encaminado sobre esta vía para hacerles entender que ya no es una cuestión externa que sea cumplir algo, sino que Él es la vida filial, que Él es el alimento de esta vida y que esta es la obra de Dios, tanto esto es verdad que al final se comienza a entrever que “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió” (Jn 6,44) y que “Nadie va al Padre, sino por mí” (Jn 14,6).
Este es un paso decisivo, ya no es que uno se acerque a Dios porque hará algo, sino es Dios que en Cristo se ha acercado tanto que se ha hecho vida para los hombres y alimento para esa vida de manera que esta vida pueda ser verdaderamente dinámica, activa y mover a todo el hombre siempre más íntegramente hacia la paternidad, hacia la vida del Hijo, conociendo al Padre. Este es el alimento.
Lo central está exactamente en pasar de una religión externa a una vida que se da y que se recibe y que es una vida filial, de comunión, que el hombre no puede crear con nada y que no puede ser sustituida con un culto, con un objeto de culto, sino que es lo central de la vida en su interior.  Ningún acercamiento abstracto, ideológico o moralista llega al corazón de la cuestión espiritual.  La mentalidad según el horizonte de la naturaleza humana nunca llega a abarcar la totalidad de la persona. Solamente lo que por medio del Espíritu Santo se abre al hombre en relación a Cristo que es el Hijo, sólo así se abarca el misterio de toda la persona la cual se nutre de la humanidad vivida por el Hijo de Dios que es Cristo. Todas las necesidades que nosotros podemos experimentar a partir de nuestra realidad humana encuentran el alimento apropiado en esta vida filial que Cristo nos ofrece. Si en cambio buscamos responder a estas necesidades a partir de nosotros mismos, aún en nombre de ciertas prácticas religiosas o de razonamientos bien hechos, nos quedamos en nosotros mismos y creyendo que estamos buscando a Jesús no salimos de nosotros mismos y no acogemos lo que verdaderamente nutre al hombre porque lo abre a la acción de Dios. Porque el mismo alimento es el acoger esta vida en el Hijo.
P. Marko Ivan Rupnik