jueves, 7 de junio de 2018



X Domingo del Tiempo Ordinario - Año B                       Mc 3,20-35

El evangelio de hoy de Marcos sigue a la institución de los doce y el primer efecto frente a las multitudes que comenzaban a reunirse alrededor de Jesús se refiere a los que son llamados sus parientes, los cuales piensan que está “fuera de sí”.  Lo que Cristo ha comenzado a decir afecta fuertemente a los que lo escuchan y produce la reacción de los espíritus inmundos. La liberación del mal que Él ha iniciado no puede dejar de provocar al mal que reacciona hasta acusarlo de estar poseído por Belcebú (cfr. Mc 3,22). La blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada, dice Jesús (Cfr. Mc 3,29). En Pentecostés se cumplió la promesa del Padre y el don del Espíritu es la condición esencial para poder seguir a Jesús.  El que no está envuelto en esta venida empieza a razonar según términos puramente humanos. Quedarse sólo en el horizonte humano e incluso apelar a las fuerzas oscuras, tenebrosas, opuestas a Dios, en vez de acoger el don del Espíritu Santo que manifiesta y realiza en la humanidad del Hijo una existencia nueva, quiere decir blasfemar contra el Espíritu Santo. El no perdonar explica esta cerrazón en uno mismo y la esclavitud de esta nuestra limitada, naturaleza mortal.
Esto recuerda directamente el coloquio con Nicodemo: “Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es Espíritu” (Jn 3,6).  La lógica de la carne razona según causas y consecuencias y no logra superarse a sí misma, pero el Espíritu es libre y supera toda lógica carnal. Cristo mismo se enfrenta con este juicio humano solamente o sea según la carne. “Ustedes juzgan según la carne, yo no juzgo a nadie” (Jn 8,15). A partir del Espíritu Santo no es posible hacer un juicio sobre la persona según la carne porque el Espíritu nos libra de las ataduras de la carne y nos hace superar la dependencia que es sumisión a la naturaleza. “Por eso nosotros, de ahora en adelante, ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos; y si conocimos a Cristo de esa manera, ya no lo conocemos más así. El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente.” (2 Cor 5, 16-17).
No se trata de una contraposición dualista entre el cuerpo y el espíritu, no se trata de una reminiscencia gnóstica sino se trata de explicitar la manera en la cual la persona humana vive la propia humanidad, la propia naturaleza humana. El Espíritu Santo nos hace participar de ese modo divino, comunional, de amor que hace vivir la propia humanidad como expresión y realización de la propia existencia en el amor, en el don de sí a los otros. Este es también el camino de la vida porque de esta manera la naturaleza humana envuelta en el amor es injertada en la vida que permanece (Cfr. 1 Cor 13,8), caso contrario, hacer que el yo humano sea la expresión de las exigencias de la propia naturaleza significa destruirse porque la naturaleza humana no tiene en sí misma nada que pueda superar la muerte.  Esto lo puede recibir sólo del Señor que da la vida verdadera y vierte en nuestros corazones el amor de Dios Padre (Cfr. Rom 5,5) “Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán.” (Rom 8,13)
En el texto de hoy Cristo hace ver no solamente un nuevo principio de la unidad, sino que en su humanidad hace visible su plena realización. “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” (Mc 3,33). Sabemos muy bien qué fundamental era en la tradición del Antiguo Testamento el vínculo de la sangre, en cambio Cristo claramente declara su insuficiencia porque es un vínculo que no hace superar al hombre su trágico destino, o sea la muerte. Ya en el principio del libro del Éxodo encontramos como proceso de liberación el llamado a Abraham para desligarse de los vínculos de la naturaleza y comenzar a vivir su naturaleza humana según la vocación, según la voz que lo llama, o sea teniendo en cuenta a Dios. Se trata de comenzar a vivir la propia humanidad según la relación. “El Señor dijo a Abram: «Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré”. (Gen 12,1).  La vida según el Espíritu será por lo tanto la realización del hombre como misterio de la persona según la existencia de las Personas divinas, o sea según la comunión.
La Iglesia es el lugar y la expresión de esta realización del hombre como comunión de las personas.  Abraham tuvo que hacer un largo itinerario para llegar a comprender que estaba llamado a vivir la paternidad tan deseada por él en un nivel radicalmente nuevo, no ya sólo según la naturaleza sino según el Espíritu, o sea según Dios.  Lo bello de este pasaje consiste en el hecho de que la paternidad según el Espíritu no elimina la paternidad según la naturaleza, sino que la integra librándola de la esclavitud de la necesidad. Es la libertad que caracteriza la realización del hombre según el Espíritu.  Como en sus estudios lo hace notar muy bien Berdjaev, la libertad se encuentra y se descubre sólo en el amor porque es su dimensión constitutiva. La unión de las personas y la realización del hombre se da en el amor de Dios Padre.  El mal del mundo y también el príncipe de este mundo no pueden tener ningún poder sobre nosotros si nos dejamos guiar por el Espíritu que nos injerta en el Hijo en quien la voluntad del Padre no se cumple en una obediencia según la lógica humana sino en el amor: “Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí, pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado” (Gv 14,30-31).
P. Marko Ivan Rupnik

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