III Domingo de Cuaresma Año
B
Jn 2,13-25
En el texto anterior a este, de Juan, en las Bodas de Caná (Jn 2,1-12)
Cristo prácticamente ha sustituido una relación con Dios basada en la ley con
una relación de amor filial, vivido y realizado en Él. Las seis tinajas de piedra y vacías indican
que una religión que se queda en una ley no consigue ya ni purificar ni dar la
vida. Cristo es el verdadero esposo que con su sangre realiza la nueva y eterna
alianza en Caná presentada (la alianza) con el vino, que ya en el Cantar de los
Cantares es el amor.
En el texto de hoy Él hace ver que el templo de la antigua alianza es sustituido
con su cuerpo.
En esa enorme explanada donde la entrada del Templo tiene 17 metros de
altura, Jesús comienza a gritar, golpeando a derecha e izquierda con un pequeño
látigo (Cfr. Mal 2). Golpea a los
patrones de la institución religiosa más noble y golpeándolos a ellos golpea
también el poder económico que detentan haciendo del Templo también la más
grande institución financiera del Medio Oriente de ese tiempo.
El término usado para decir que echa los mercaderes del Templo es el mismo
usado otras veces por los sinópticos cuando Cristo echa los demonios (Cfr. Mc
1,39; Lc 11,14) y que Juan usa también para decir que el Buen Pastor saca fuera
a todas las ovejas (Cfr. Jn 10,4).
Cristo comienza, verdaderamente, como Mesías, la liberación de la gente de
la opresión de una institución religiosa y de una religión en la cual ya no hay
nada de lo que era la alianza. No vino a
retocar y perfeccionar la Antigua Alianza, y por lo tanto no vino a elaborar en
el templo un nuevo matiz del antiguo culto. Él llama al Templo la casa del Padre
(Cfr. Jn 2,16) como ha hecho desde el inicio (Cfr. Lc 2,46-50). Lucas subraya
que María y José no entendían lo que decía Cristo, así como los discípulos no entendieron
enseguida toda la amplitud de su palabra cuando decía: “Tened fe en Dios y
tened también fe en mí. En la Casa de mi
Padre hay muchas moradas, si no fuera así os lo habría dicho. Yo voy a
prepararos un lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y
os llevaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros” (Jn
14,2-3).
La diferencia es grande: en el Templo están los fieles que tienen que
servir a Dios y cumplir lo que Dios manda, mientras en la Casa está el Padre
que tiene bajo su cuidado a los hijos. Esta
es la inversión de las cosas, ya no una religión donde se tendrá que hacer algo
por Dios, sino una morada donde será Dios que hará todo para el hombre. De hecho, Jesús usa una palabra que no
significa el templo en general, sino la parte propiamente llamada santuario, o
sea el sancta sanctorum donde está la
presencia de Dios, en el Arca de la Alianza, donde está el testimonio. Este santuario que Jesús desafía a destruir
es su cuerpo (Jn 2,19) y dice que lo levantará (Destruid este templo,
y en tres días lo levantaré) o sea lo pondrá en pie, como encontramos en la aparición a la Magdalena
(Jn 20,1-18) y en el episodio de “Talitha
cum” cuando toma de la mano a la niña y la levanta (Cfr. Mc 5,41).
Es evidente por lo tanto que el Templo es Cristo, su cuerpo. En su pascua este
cuerpo muere y resucita y se transforma en un cuerpo con muchas moradas. Los
bautizados somos incorporados a este cuerpo y entonces si Él es el templo ya no
es el hombre que peregrina hacia el templo como un lugar sagrado, sino que es
Dios Padre que en su Hijo nos viene a buscar y nos lleva consigo como miembros
de su Cuerpo, para que verdaderamente donde está Él estemos también
nosotros. Como su Cuerpo es la Iglesia,
nosotros, como parte de esta Iglesia, somos llevados hacia el Padre. No sólo. Estamos ya en Cristo resucitado
delante del Padre, en el Santuario. De
hecho, en cada eucaristía es el sacerdocio de Cristo que nos eleva y ahí se
pronuncia la verdad de nuestra peregrinación “por Cristo, con Cristo y en
Cristo a ti Dios Padre...”
El cuerpo humano no es separable del hombre, es el hombre; y Dios no ha
venido a destruir el hombre, sino a hacerlo vivir. También si nosotros en muchas cosas hemos
querido volver a la ley de Moisés, por Cristo las cosas son en verdad
diferentes. El cuerpo humano llega a su cumplimiento llegando a ser la morada
de Cristo (Cfr. Heb 3,6) y Pablo mismo usa el término “naos” para decir que somos templo de Dios (1Cor 3,16-17; 2Cor
6,16), o sea que somos sólo aquella parte donde Dios habita, nosotros somos
morada de Dios. Esta es la gran novedad revelada en Cristo, que su humanidad es
verdaderamente manifestación de Dios, de su amor. Y en Cristo, por tanto,
nuestra realidad humana llega a ser morada de Dios. Según esta visión ya no
habrá más santuarios, ni templos, porque es el hombre, con su cuerpo, con su
humanidad, la habitación de Dios sobre la tierra. Esta es la divino-humanidad
de Cristo. En Él se revela el verdadero
sentido de nuestra humanidad, también de nuestra corporeidad. Somos santuario
de la comunión, de la vida de Dios. No se trata de buscar la perfección de la
forma de nuestra corporeidad y de nuestra humanidad sino de ofrecer “nuestros
cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios “(Rom 12,1).
El hombre como morada de Dios no se entiende como un espacio sagrado que
requeriría una particular actitud religiosa porque en él habita una presencia
sagrada. La presencia de Dios es su vida
que es en comunión y que nosotros percibimos y acogemos como vida filial. Por este motivo el hombre es morada de Dios porque
a través de su humanidad se realiza la vida como comunión donde la relación de
amor que incluye al otro es la verdadera morada de Dios en la cual está llamado
a morar también el hombre, en el Hijo. Esta
es la vida como Iglesia.
P. Marko Ivan Rupnik
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