viernes, 2 de marzo de 2018

III Domingo de Cuaresma




III Domingo de Cuaresma     Año B                                                              Jn 2,13-25

En el texto anterior a este, de Juan, en las Bodas de Caná (Jn 2,1-12) Cristo prácticamente ha sustituido una relación con Dios basada en la ley con una relación de amor filial, vivido y realizado en Él.  Las seis tinajas de piedra y vacías indican que una religión que se queda en una ley no consigue ya ni purificar ni dar la vida. Cristo es el verdadero esposo que con su sangre realiza la nueva y eterna alianza en Caná presentada (la alianza) con el vino, que ya en el Cantar de los Cantares es el amor.
En el texto de hoy Él hace ver que el templo de la antigua alianza es sustituido con su cuerpo.
En esa enorme explanada donde la entrada del Templo tiene 17 metros de altura, Jesús comienza a gritar, golpeando a derecha e izquierda con un pequeño látigo (Cfr. Mal 2).  Golpea a los patrones de la institución religiosa más noble y golpeándolos a ellos golpea también el poder económico que detentan haciendo del Templo también la más grande institución financiera del Medio Oriente de ese tiempo.
El término usado para decir que echa los mercaderes del Templo es el mismo usado otras veces por los sinópticos cuando Cristo echa los demonios (Cfr. Mc 1,39; Lc 11,14) y que Juan usa también para decir que el Buen Pastor saca fuera a todas las ovejas (Cfr. Jn 10,4).
Cristo comienza, verdaderamente, como Mesías, la liberación de la gente de la opresión de una institución religiosa y de una religión en la cual ya no hay nada de lo que era la alianza.  No vino a retocar y perfeccionar la Antigua Alianza, y por lo tanto no vino a elaborar en el templo un nuevo matiz del antiguo culto. Él llama al Templo la casa del Padre (Cfr. Jn 2,16) como ha hecho desde el inicio (Cfr. Lc 2,46-50). Lucas subraya que María y José no entendían lo que decía Cristo, así como los discípulos no entendieron enseguida toda la amplitud de su palabra cuando decía: “Tened fe en Dios y tened también fe en mí.  En la Casa de mi Padre hay muchas moradas, si no fuera así os lo habría dicho. Yo voy a prepararos un lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros” (Jn 14,2-3).
La diferencia es grande: en el Templo están los fieles que tienen que servir a Dios y cumplir lo que Dios manda, mientras en la Casa está el Padre que tiene bajo su cuidado a los hijos.  Esta es la inversión de las cosas, ya no una religión donde se tendrá que hacer algo por Dios, sino una morada donde será Dios que hará todo para el hombre.  De hecho, Jesús usa una palabra que no significa el templo en general, sino la parte propiamente llamada santuario, o sea el sancta sanctorum donde está la presencia de Dios, en el Arca de la Alianza, donde está el testimonio.  Este santuario que Jesús desafía a destruir es su cuerpo (Jn 2,19) y dice que lo levantará (Destruid este templo, y en tres días lo levantaré) o sea lo pondrá en pie, como encontramos en la aparición a la Magdalena (Jn 20,1-18) y en el episodio de “Talitha cum” cuando toma de la mano a la niña y la levanta (Cfr. Mc 5,41).
Es evidente por lo tanto que el Templo es Cristo, su cuerpo. En su pascua este cuerpo muere y resucita y se transforma en un cuerpo con muchas moradas. Los bautizados somos incorporados a este cuerpo y entonces si Él es el templo ya no es el hombre que peregrina hacia el templo como un lugar sagrado, sino que es Dios Padre que en su Hijo nos viene a buscar y nos lleva consigo como miembros de su Cuerpo, para que verdaderamente donde está Él estemos también nosotros.  Como su Cuerpo es la Iglesia, nosotros, como parte de esta Iglesia, somos llevados hacia el Padre.  No sólo. Estamos ya en Cristo resucitado delante del Padre, en el Santuario.  De hecho, en cada eucaristía es el sacerdocio de Cristo que nos eleva y ahí se pronuncia la verdad de nuestra peregrinación “por Cristo, con Cristo y en Cristo a ti Dios Padre...”
El cuerpo humano no es separable del hombre, es el hombre; y Dios no ha venido a destruir el hombre, sino a hacerlo vivir.  También si nosotros en muchas cosas hemos querido volver a la ley de Moisés, por Cristo las cosas son en verdad diferentes. El cuerpo humano llega a su cumplimiento llegando a ser la morada de Cristo (Cfr. Heb 3,6) y Pablo mismo usa el término “naos” para decir que somos templo de Dios (1Cor 3,16-17; 2Cor 6,16), o sea que somos sólo aquella parte donde Dios habita, nosotros somos morada de Dios. Esta es la gran novedad revelada en Cristo, que su humanidad es verdaderamente manifestación de Dios, de su amor. Y en Cristo, por tanto, nuestra realidad humana llega a ser morada de Dios. Según esta visión ya no habrá más santuarios, ni templos, porque es el hombre, con su cuerpo, con su humanidad, la habitación de Dios sobre la tierra. Esta es la divino-humanidad de Cristo.  En Él se revela el verdadero sentido de nuestra humanidad, también de nuestra corporeidad. Somos santuario de la comunión, de la vida de Dios. No se trata de buscar la perfección de la forma de nuestra corporeidad y de nuestra humanidad sino de ofrecer “nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios “(Rom 12,1).
El hombre como morada de Dios no se entiende como un espacio sagrado que requeriría una particular actitud religiosa porque en él habita una presencia sagrada.  La presencia de Dios es su vida que es en comunión y que nosotros percibimos y acogemos como vida filial.  Por este motivo el hombre es morada de Dios porque a través de su humanidad se realiza la vida como comunión donde la relación de amor que incluye al otro es la verdadera morada de Dios en la cual está llamado a morar también el hombre, en el Hijo.  Esta es la vida como Iglesia.
                               P. Marko Ivan Rupnik

No hay comentarios:

Publicar un comentario