jueves, 17 de mayo de 2018

Domingo de Pentecostés


Pentecostés – Año B                                                     Jn 15,26-27; 16,12-15

Pentecostés se inserta sobre la fiesta de Pentecostés hebraica, fiesta de agradecimiento por el don de la ley.  Ahora en cambio se recibe el Espíritu Santo que nos hace capaces de cumplir lo que Dios pide.  La Ley no puede dar la vida (Cfr. Gal 3,21) por eso no puede redimir verdaderamente (Cfr. Gal 2,16).  Mientras el Espíritu Santo “es el Señor que da la vida”, la de Dios para poder vivir según Dios.
La promesa de la venida del Espíritu Santo está ligada, después de que Cristo ha resucitado, a la creación del hombre nuevo, al cumplimiento de la creación como redención.
La vida recibida está dentro del marco del testimonio, prácticamente es un único acontecimiento, la misma cosa, se trata de dar gloria al Padre, hacer surgir dentro de nuestra vida el rostro del Padre, su amor, lo mismo que ha hecho el Hijo Jesucristo.  En Él nosotros hemos recibida el aliento (la respiración) del Padre, él es la nueva lay, la del Espíritu Santo, la que crea el corazón nuevo, la que hace nuevo al hombre.  Llegamos a ser verdaderamente nuevos porque tenemos el aliento del Padre.  El mismo aliento que hace vivir al Hijo y que viene del Padre nos hace vivir a nosotros: tenemos la vida del Hijo.
El Evangelio dice que es el Espíritu de la verdad.  Esta es la vida engendrada por el Padre.  Es la vida transmitida, la vida entregada, recibida.  Es el espíritu de la filiación.  La fe nos hace descubrir que somos engendrados y que recibimos la vida.  “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10) y la misma fe es el arte de transmitir esta vida.  No se trata de trasmitir la fe sino de transmitir la vida, una vida que se entiende como amor, una vida que se revela como amor, como participación en vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y por lo tanto se revela como comunión.  Porque lo que se participa y lo que es participado es esta vida de comunión.
El Espíritu de la verdad es el que nosotros recibimos, lo que nos hace hombres en la verdad porque no hablará por sí mismo sino toma de lo que es de Cristo y lo anuncia (Cfr. Jn 16, 13-14).  La verdad coincide con Dios y Dios es el amor. Por esto la verdad se expresa en la comunión, teniendo en cuenta el otro.  Vladimir Solov’ëv afirma que entender la verdad personalmente como tener razón significa desautorizar la verdad, porque se aísla la verdad en un ideal separándola de la vida.  Es el pecado que separa y que ha hecho falso al hombre. Y esto se reconoce en sus obras (Cfr. Gen 11, 1-9) donde el sujeto unilateral es el yo, yo haré, yo llegaré, yo llegaré a ser.  El hombre falso atribuye un valor absoluto a sí mismo y no logra verlo en el otro y menos aún logra dar un valor absoluto a Aquel que es la fuente de la vida porque cree que ese lugar lo ocupa él. El hombre verdadero es el que sabe que la vida viene del Padre porque la ha acogido “A los que lo han acogido les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12).
Añade “Os anunciará las cosas futuras” (Jn 16,13).  Otra posible traducción sería “interpretará lo que tiene que suceder”, o sea que este Espíritu nos hará ver cuál es el fin, la última etapa, el epílogo de una vida filial, nos hará verla unidad de los dos mundos, hará visible lo que es Cristo, que ha pasado de la vida en su humanidad de carne a su humanidad de gloria, como Resucitado.  Nos lleva a una dimensión escatológica, a un cumplimiento de quien vive como hijo.  En este sentido – sobre el modo de interpretar que nos dan los padres de Alejandría- comprendemos también la frase relativa al testimonio “porque habéis estado conmigo desde el principio”.  Esto no se lo puede entender como inicio ni entender cronológicamente sino como haber participado en su vida en la carne y ahora en su gloria. O sea el Espíritu filial, la vida filial, la vida que viene del Padre se vive en la carne y lleva la carne más allá de la muerte.
La resurrección es nuestra vida como vida íntegra. Los gnosticismos de todos los tiempos buscan separar la carne y el Espíritu, de hacer ver el Espíritu independiente del cuerpo.  La exageración moralista ha producido inevitablemente el efecto péndulo, un vitalismo pagano que quiere separar el espíritu del cuerpo, donde mi identidad no está ligada al cuerpo.
Lo que soy como persona en el Espíritu Santo lo vivo en mi realidad humana, en la carne.  La persona se manifiesta y se realiza en su naturaleza.  Esto nos enseña la cristología de los padres. No se puede despreciar la realidad corporal, no se puede separar.  El Espíritu Santo se nos da en nuestra carne, para poder vivir nosotros mismos como don del amor, o sea por la transfiguración de nuestra realidad.  El Espíritu Santo nos capacita para cumplir el mandamiento que el Padre ha dado al Hijo de vivir la vida como ofrenda porque esta vida esta es la vida eterna (Cfr. Jn 12,49-50; Jn 10,17-18) y hace pasar nuestro cuerpo corruptible de aquí a la gloria del Padre, al cuerpo de gloria.
P. Marko Ivan Rupnik



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