La primera fiesta que se celebra después de Pentecostés
es la de la Santísima Trinidad que no contempla un acontecimiento determinado
en la historia de la salvación sino toda la obra de la salvación que revela el
misterio de la verdad sobre Dios.
En la primera lectura Moisés reitera que nunca se había
oído que un pueblo haya oído la voz de Dios o que Dios se haya elegido una
nación y se haya comunicado con ella.
“Este Señor que es Dios allá en los cielos y aquí en la tierra” ha dado
a su pueblo unos mandatos para regular las relaciones hacia Dios, entre ellos,
hacia la tierra o sea hacia el espacio y también hacia el tiempo que está
marcado por este nuevo orden. Toda la vida está marcada por esta centralidad de
Dios.
Esta centralidad poco a poco ha sido escondida por la
centralidad de la ley y del sujeto que la tiene que poner en práctica
reduciendo a Dios a una realidad normativa para el hombre: entre el estado real
del hombre y el ideal de la norma hay un espacio enorme que crea una zona de
miedo y esclavitud. La relación fundante
termina en una grave decadencia y Cristo se enfrentará de manera trágica
justamente con esta humanidad hija de la ley que le hace frente hasta su misma condena.
Pablo en la carta a los Romanos dice que nosotros no
hemos recibido un Espíritu que nos hace esclavos sino hijos. Y este Espíritu,
en Cristo, según Pablo cambia radicalmente la relación entre el hombre y
Dios. Nosotros, en el Hijo, recibiendo el
mismo Espíritu, llegamos a ser hijos, tenemos una vida filial. Dios Padre nos
dona efectivamente, realmente, la misma vida que él sopla, dona, genera en el
Hijo.
Este Espíritu que nos hace hijos es el mismo Espíritu que
resucitado a Jesús de entre los muertos (Rm 8,11), el Espíritu que el Padre nos
ha dado en el Hijo es el Espíritu vivido como una vida vivida como don de uno
mismo, porque todo el que se dona muere, pero el Espíritu atestigua que esta
vida articulada sobre el modelo pascual una vez muerta, resucita. La vida del cristiano está marcada por el ser
bautismal, cada día se muere y cada día se resucita si se vive con el epicentro
en esta vida de hijo, se juega entre una vida que lucha para defenderse a sí
misma, el yo ligado a la sique de un cuerpo destinado a la muerte o una vida
donde nos hemos identificado a nosotros mismos con un yo que conoce al Padre
–por lo tanto, un yo filial- un yo ligado a la sangre y al cuerpo de Cristo que
muere y resucita. Este es el
discernimiento en la vida de cada día del bautizado. Cada mañana hay que acoger de nuevo la
identidad dentro del yo: un yo individual, biológico o un yo eclesial, como
diría Zizioulas. De esto se trata y parte de la verdad de la comunión del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en una unidad de la naturaleza de Dios
poseída por las huellas personales y diversas de la paternidad, de la filiación
y de la señoría de la comunión, esa koinonía que es la peculiaridad del
Espíritu Santo.
Afirmar la unidad de Dios afirmando la unidad de la
naturaleza abre el camino hacia un pensar abstracto y hacia un Dios impersonal
que no es Padre. Y así ha terminado la modernidad, con un Dios impersonal que
nos hace esclavos. De hecho, una consecuencia de la modernidad es un
racionalismo que produce moralismo y que juntos suscitan el rechazo de un Dios
de esa manera abriendo el triunfo del individuo. Es lógico en verdad que si las tres Personas
divinas son expresión de esta naturaleza se transforman en tres individuos y no
en una comunión de las personas.
Pero el “yo” del Hijo no es simplemente la naturaleza
divina, porque Cristo no emerge de la naturaleza divina, sino que es generado
por el Padre, el “yo” del Hijo es una naturaleza divina que el hijo posee
íntegramente como hijo y que por lo tanto ha sido hecha filial.
Así el Padre y así el Espíritu Santo, cada uno posee
íntegramente la naturaleza divina, cada uno según su Persona. El Hijo es íntegramente
filial y por lo tanto cuando se revela y realiza a sí mismo revela al Padre
porque revela la filiación.
Esta es la existencia de Dios, uno habita en el otro.
El “yo” de Cristo hade ver al Padre, y en esto el Hijo se realiza a sí mismo en
plenitud. (Cfr. Jn 14, 16.17)
Habitar en el otro, esta es la existencia divina, cada
uno se realiza a sí mismo cuando hace surgir el otro y esta es la vida de Dios
que nos es participada, esto es lo que sucede a los hombres cuando Dios nos
ama, nos hace entrar en esta existencia y nos promete: “Yo estaré con ustedes
hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En esta vida divina nos sumergimos en el
bautismo. Por esto Cristo enfatiza que se comienza con la vida, con el
bautismo.
Dios habita en el hombre, pero no como en una especie
de sagrario y que por lo tanto tiene que ser digno, moralmente perfecto. Dios habita en el hombre con la vida como
inclusión del otro, como comunión de las personas. Lo que verdaderamente cuenta
es hacer surgir entre nosotros la vida recibida porque esta vida es la luz que
ilumina, que hace nuevo un pensamiento, permite un nuevo modo de ver, una nueva
manera de considerarse uno al otro, un nuevo modo de mirar la historia. Estos son los frutos de una vida que es
sinergia con el Espíritu Santo y que tiene el sello de la comunión, impreso a
través de la historia de muchos caminos, de muchas heridas, pero que encuentra
su estilo en el Cuerpo de Cristo.
Para nosotros la presencia de Dios significa la
comunión de las personas y si Dios habita en mí esto se ve en mi eclesialidad,
en mi arte de la comunión. Aquella que
me abre al Rostro y ve el Rostro en los rostros, de quien se entrega a sí mismo
para ser con los otros, de quien no ocupa el espacio a los otros porque vive
dentro de los otros, de uno que no pide para sí, uno que se goza en ver a los
otros, uno que come con los otros, pero no goza en el manjar sino en el rostro
de quien tiene enfrente.
Esta es la comunión, esta es la vida de Dios, la que nos
abre el Espíritu, como don del Padre que nos hace hijos en el Hijo.
P. Marko Ivan Rupnik
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