IV Domingo de Adviento Año C Lc 1,39-48
La Navidad ya es inminente. Incluso este Adviento de
alguna manera se ha “volado". Rápidamente, tan rápido, quizás demasiado
rápido es el sucederse de nuestros días. Y así quizás lo hemos
"quemado", al igual que nos arriesgamos a "quemar" nuestros
días. Siempre corremos el riesgo de vivirlos privados de sentido. A veces nos
sucede, cuanto más pasan los años, antes de que nos levantemos, surge la
pregunta de manera espontánea: pero ¿cuál es el significado de mi vida, con
todos los sacrificios que me pide?
Hay casi un estribillo en la segunda lectura, tomado
de la Carta a los Hebreos, un tiempo atribuida a San Pablo: "No has querido ni sacrificios ni ofrendas
... No te agradan ni los holocaustos ni los sacrificios ... ". Y
nosotros, como buenos cristianos, a menudo pensamos, en cambio, que el Señor no
quiere otra cosa de nosotros sino sacrificios. En cambio, el autor de la Carta
concluye poniendo en labios de Cristo estas palabras dirigidas al Padre: "Pero tú
me diste un cuerpo ... y dije: He
aquí que vengo para hacer tu voluntad".
Me preparaste un cuerpo para que fuese entregado. No
debemos buscar sacrificios para ofrecer. Es cierto que, en general, no pensamos
en ofrecer sacrificios a Dios, pero ¿a quién le ofrecemos nuestros cuerpos?
"Para hacer tu voluntad"
dice Jesús. En el Evangelio de Juan él dirá; "Mi comida es hacer la voluntad del Padre". Él se nutre de
esto. De aquí toma Él la vida. ¿Cómo se hace para tomar la vida de la voluntad
de otro? Simplemente porque él es el Padre, el que da vida. En cierto sentido,
no lleva mucho tiempo traer alguien al mundo (¡incluso si parece que en
nuestros días se vuelve cada vez más difícil!).
Sin embargo, es otra cosa, hacer que el que hemos traído
al mundo realmente se convierta en un hijo
que salga a la luz. Hijo y luz tomados aquí en el sentido más fuerte. Esta
es la voluntad del Padre: que nos convirtamos, año tras año, en hijos que salen
a la luz. Nada extraño o lejano, nada temible en esta voluntad. Por el
contrario, precisamente en la voluntad del Padre encontramos la verdad de
nosotros mismos. Esto quiere un verdadero padre y esto quiere el Padre –Dios de
cada uno de nosotros. Pero la verdad de nosotros mismos radica en una vida
vivida en el amor Esto es lo que nos ofrece el Padre y esto es lo que nos pide.
Para que nuestra vida sea plena. "Vine para que tengan vida y la tengan en
abundancia", dice Jesús en el Evangelio de Juan. "Hemos sido santificados a través de la
ofrenda del cuerpo de Jesucristo". O sea en su amor. Un cuerpo
precisamente preparado para ser entregado, por amor.
“Hágase en mí
según tu palabra", dice María en las palabras del versículo al aleluya
que precedió al Evangelio. María ofrece su cuerpo para ser habitado por el Hijo
de Dios (sin saber lo que significa, como toda madre y padre con respecto a su
hijo). Y entrega su voluntad a Dios, que ella hace totalmente suya, la hace su
propia existencia. Comprenderá a lo
largo de su vida cuál es su significado, confirmando día tras día su Sí, hecho
de una vez para siempre, ya que "de
una vez para siempre" también fue hecha la ofrenda del cuerpo de
Jesucristo, según la Carta a los Hebreos que hemos escuchado.
En el Evangelio de hoy, su “Sí” es implícitamente también
como un llamado para acercarse el parto de su prima Isabel. María está
embarazada, pero se va. "a toda prisa" dice el evangelista Lucas, por
casi cien kilómetros de montaña. No piensa a sí misma, ni a la tarea que le ha
sido encomendada. Sabe que Isabel necesita una mano y entonces parte. Esta es
la voluntad del Padre que vivamos y manifestemos su amor entre nosotros.
María no dice que Dios ha mirado la humildad de su
sierva, sería como jactarse de su propia humildad. Decía un escritor francés
del siglo pasado, G. Bernanos: “Nadie ha
vivido, sufrido y muerto tan sencillamente y en una ignorancia tan profunda de
su propia dignidad. Una dignidad que la eleva por encima de los ángeles “.
María en cambio habla de su pequeñez, de su ser casi nada, pequeña. Casi una
nada como se define en la primera lectura a Belén, elegida por Dios para que
naciera su Hijo. Dios mira con amor nuestra pequeñez. No busquemos ni llegar a
ser grandes, ni aparecer como tales en un ámbito u otro como a menudo hacemos.
Pero vivamos cada día en lo pequeño de cada día toda la grandeza del amor del
que somos capaces.
Esto es ofrecer nuestro cuerpo. Esto es hacer la voluntad de Dios. Aquí está
la plenitud.
Sacerdotes de la Compañía de Jesús

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