Hay
una pedagogía de Cristo, en los cuarenta días de las apariciones: en la Biblia
el número cuarenta marca el tiempo del aprendizaje y del conocimiento en el
discernimiento. Él aparece en esta
manera física de la primera creación haciendo ver que esta humanidad ya no está
sujeta a las leyes de esta creación. La vida vivida en su corporeidad humana
como amor del Hijo, a través del sacrificio total que es la muerte en la cruz,
hace entrar toda su humanidad en la memoria eterna del Padre, porque ha sido
vivida totalmente en el amor filial. Por esto es evidente que lo que Cristo
hizo en el arco de su vida en comunión con los otros está custodiado en la vida
definitiva y por lo tanto aparece de esta manera. Cristo que come con los apóstoles hace ver
los dos registros de la vida, lo que aquí se ha vivido en el amor ya está
cumplido en el Reino y está con Cristo escondido en Dios. Y cuando aparecerá
Cristo en su gloria definitiva del Reino, aparecerá toda nuestra realidad
vivida en Él. (Cfr. Col 3,4)
Por
esto Cristo hace ver a los discípulos una nueva cualidad de la vida en su
humanidad. A través de la pascua, a
través de la ofrenda de sí mismo, se cumple una nueva generación (somos
nuevamente engendrados). Una humanidad
que tiene la posibilidad de ser completamente filial, totalmente en comunión
con el Padre así como es ya para Cristo que por esto existe de una manera nueva,
la manera comunional, “en medio de ellos” (Cfr. Jn 1,14; 20; 19,26). Es la humanidad de Cristo resucitado. Aparece
para enseñarles a acostumbrase a no buscarlo más como un individuo en quien
habita alguna cosa divina, sino como divino-humanidad pascual, una humanidad
hecha verdaderamente filial, que de esta manera puede vivir como resucitada.
Por
esto abre su mente a la inteligencia de las Escrituras. Sólo se pueden
comprender a partir de la resurrección.
No se trata de una comprensión simplemente intelectual, con la ayuda de
alguna técnica del conocimiento y de la interpretación. Las Escrituras
contienen el Verbo que ahora se ha manifestado como Hijo de Dios, verdadero
hombre, por lo tanto la clave para la comprensión es una Persona y no
simplemente un texto. Para esto se
necesita una inteligencia relacional, una inteligencia agápica que nos es
donada por el Espíritu Santo. Abrir la mente a la inteligencia de las
Escrituras se convierte en el último gesto de la redención que después será
llevado a cabo por el Espíritu Santo que recordará todo lo que Él ha cumplido y
enseñado (Cfr. Jn 14,26; 16,13).
Esta
es la verdadera anámnesis, la eterna
memoria que en la divino humanidad de Cristo nos abre el acceso a la visión del
Padre cuyo designio es recapitular en Él todas las cosas, las del cielo y las
de la tierra (Cfr. Ef 3,10).
El
pecado de alguna manera ha sellado la posibilidad de leer, de conocer esta
visión cerrando al hombre dentro de sus coordenadas que pretenden hacerlo como
Dios y lo privan por esto de esa visión de todounidad que pertenece solo al
Padre y a la cual nosotros podemos acceder sólo en Cristo, a partir de la
relación filial con el Padre. Con la
mentalidad del pecado el hombre es capaz de inventar modos de conocimiento, de
estudio, de interpretación pero no alcanza a entender la lógica relacional, la
eclesial, uno en el otro. No se entiende la Escritura, o sea el sentido
de nuestra existencia en Dios sin una relación con Cristo, Hijo del Padre.
Es
más bien que encontrándose en Él, en su humanidad está el sentido y el
cumplimiento de toda la Escritura.
En
los acontecimientos de todos los días queremos inmediatamente dar una
interpretación, siempre, porque esta es nuestra “forma mentis”, pero no
tenemos en cuenta que el único lugar donde las cosas adquieren su nombre, el
único lugar donde encuentra sentido todo lo que acontece es el sacramento, la
liturgia: sólo aquí las cosas reciben un nombre como son, porque hay una
sinergia entre la Palabra, el Espíritu y lo creado. En la liturgia se pronuncia
y la palabra es inmediatamente el acontecimiento (te sean personados los
pecados y los pecados son perdonados). No solo esto. La Palabra que escuchamos
al comienzo de la liturgia del sacramento de la Eucaristía y que en la homilía
buscamos hacer ver cómo se puede realizar, se realiza plenamente a través el
pan y el vino que nosotros ofrecemos. De hecho los evangelios pascuales nos
llevan continuamente al encuentro con Cristo que come junto con los suyos. La
Eucaristía es la realización de la palabra encarnada y nosotros nos alimentamos
de ella en la comunión. El hombre se transforma en lo que come.
No
se trata por lo tanto de entender la palabra como una especie de programa de
vida que a nosotros después toca realizar, la Palabra misma es teúrgica, y pide
realizarse en nuestra vida siendo acogida.
El Cristo post-pascual cierra toda puerta a una posible interpretación
ideológica o moralística de la fe en Él.
P. Marko Ivan Rupnik
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