jueves, 12 de abril de 2018

III Domingo de Pascua


III Domingo de Pascua             Año B                                                   Lc 24,35-48


 Una vez más Jesús nos lleva a los signos de la pasión, sus manos y sus pies son testimonios de que el amor de Dios Padre es la única realidad indestructible.  Su relación fiel es la única que no se puede deshacer o truncar, por lo tanto entrar en el amor del Padre significa entrar en su eterna memoria. El misterio pascual se ha consumado cuando el Hijo de Dios ha vivido su humanidad como don de sí, y entregando su aliento (o respiración, en el evangelio dice espíritu) al Padre lo ha entregado a toda la humanidad y en este mismo aliento está a su vez entregada al Padre, a su amor eterno.
Hay una pedagogía de Cristo, en los cuarenta días de las apariciones: en la Biblia el número cuarenta marca el tiempo del aprendizaje y del conocimiento en el discernimiento.  Él aparece en esta manera física de la primera creación haciendo ver que esta humanidad ya no está sujeta a las leyes de esta creación. La vida vivida en su corporeidad humana como amor del Hijo, a través del sacrificio total que es la muerte en la cruz, hace entrar toda su humanidad en la memoria eterna del Padre, porque ha sido vivida totalmente en el amor filial. Por esto es evidente que lo que Cristo hizo en el arco de su vida en comunión con los otros está custodiado en la vida definitiva y por lo tanto aparece de esta manera.  Cristo que come con los apóstoles hace ver los dos registros de la vida, lo que aquí se ha vivido en el amor ya está cumplido en el Reino y está con Cristo escondido en Dios. Y cuando aparecerá Cristo en su gloria definitiva del Reino, aparecerá toda nuestra realidad vivida en Él. (Cfr. Col 3,4)
Por esto Cristo hace ver a los discípulos una nueva cualidad de la vida en su humanidad.  A través de la pascua, a través de la ofrenda de sí mismo, se cumple una nueva generación (somos nuevamente engendrados).  Una humanidad que tiene la posibilidad de ser completamente filial, totalmente en comunión con el Padre así como es ya para Cristo que por esto existe de una manera nueva, la manera comunional, “en medio de ellos” (Cfr. Jn 1,14; 20; 19,26).  Es la humanidad de Cristo resucitado. Aparece para enseñarles a acostumbrase a no buscarlo más como un individuo en quien habita alguna cosa divina, sino como divino-humanidad pascual, una humanidad hecha verdaderamente filial, que de esta manera puede vivir como resucitada.
Por esto abre su mente a la inteligencia de las Escrituras. Sólo se pueden comprender a partir de la resurrección.  No se trata de una comprensión simplemente intelectual, con la ayuda de alguna técnica del conocimiento y de la interpretación. Las Escrituras contienen el Verbo que ahora se ha manifestado como Hijo de Dios, verdadero hombre, por lo tanto la clave para la comprensión es una Persona y no simplemente un texto.  Para esto se necesita una inteligencia relacional, una inteligencia agápica que nos es donada por el Espíritu Santo. Abrir la mente a la inteligencia de las Escrituras se convierte en el último gesto de la redención que después será llevado a cabo por el Espíritu Santo que recordará todo lo que Él ha cumplido y enseñado (Cfr. Jn 14,26; 16,13).
Esta es la verdadera anámnesis, la eterna memoria que en la divino humanidad de Cristo nos abre el acceso a la visión del Padre cuyo designio es recapitular en Él todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (Cfr. Ef 3,10).
El pecado de alguna manera ha sellado la posibilidad de leer, de conocer esta visión cerrando al hombre dentro de sus coordenadas que pretenden hacerlo como Dios y lo privan por esto de esa visión de todounidad que pertenece solo al Padre y a la cual nosotros podemos acceder sólo en Cristo, a partir de la relación filial con el Padre.  Con la mentalidad del pecado el hombre es capaz de inventar modos de conocimiento, de estudio, de interpretación pero no alcanza a entender la lógica relacional, la eclesial, uno en el otro.  No se entiende la Escritura, o sea el sentido de nuestra existencia en Dios sin una relación con Cristo, Hijo del Padre.
Es más bien que encontrándose en Él, en su humanidad está el sentido y el cumplimiento de toda la Escritura.
En los acontecimientos de todos los días queremos inmediatamente dar una interpretación, siempre, porque esta es nuestra “forma mentis”, pero no tenemos en cuenta que el único lugar donde las cosas adquieren su nombre, el único lugar donde encuentra sentido todo lo que acontece es el sacramento, la liturgia: sólo aquí las cosas reciben un nombre como son, porque hay una sinergia entre la Palabra, el Espíritu y lo creado. En la liturgia se pronuncia y la palabra es inmediatamente el acontecimiento (te sean personados los pecados y los pecados son perdonados). No solo esto. La Palabra que escuchamos al comienzo de la liturgia del sacramento de la Eucaristía y que en la homilía buscamos hacer ver cómo se puede realizar, se realiza plenamente a través el pan y el vino que nosotros ofrecemos. De hecho los evangelios pascuales nos llevan continuamente al encuentro con Cristo que come junto con los suyos. La Eucaristía es la realización de la palabra encarnada y nosotros nos alimentamos de ella en la comunión.  El hombre se transforma en lo que come.
No se trata por lo tanto de entender la palabra como una especie de programa de vida que a nosotros después toca realizar, la Palabra misma es teúrgica, y pide realizarse en nuestra vida siendo acogida.  El Cristo post-pascual cierra toda puerta a una posible interpretación ideológica o moralística de la fe en Él.
P. Marko Ivan Rupnik



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