La imagen de la viña es muy
conocida en el Antiguo Testamento. El
Señor es el viñador que ha plantado la viña que es Israel, su pueblo, la viña
es la imagen a la que los profetas se refieren a menudo denunciando la falta de
frutos. Es por esto que el Padre manda a su Hijo “Yo soy la verdadera vid y mi
Padre el viñador” (Jn 15,1), el Hijo de Dios se hizo vid para recuperar la viña
que no había dado fruto a su agricultor.
De esta vid que es Cristo, nosotros somos los sarmientos.
En Ez 15 se dice: “Hijo de hombre,
¿en qué aventaja la leña de la vid a la de cualquier otra rama de los árboles
del bosque? ¿Se saca de ella madera para emplearla en una obra? ¿Se hace con
ella una percha para colgar alguna cosa? No, se la echa al fuego para ser
consumida: el fuego devora sus dos extremos y arde también el centro. ¿Servirá
entonces para alguna cosa? Cuando todavía estaba intacta, no se utilizaba para
nada: ¡cuánto menos se hará algo con ella, una vez que el fuego la devore y
esté quemada!” (Ez 15,2-5).
Es un leño que
no sirve absolutamente para nada, ni cuando está entero, ni cuando está
quemado, por lo tanto el verdadero sentido de este leño es sólo el fruto. No sirve para otra cosa sino para hacer pasar
la savia y mientras esta pasa absorbe algo del leño y produce la uva, el
fruto. Sólo sirve para esto, sin embargo
es indispensable, no se recoge la uva dela zarza. (cf Lc 6,44; Mt
7,16).
Cristo es la vid y nosotros los
sarmientos. El fruto que lleva es esta
humanidad vivida como Dios, o sea el amor.
Esta es la divino humanidad de Cristo, esta savia que pasa es la vida de
Dios y el fruto que da es la vida de Dios. Y como la vida de Dios es el amor y
el don de sí, lo único que ayuda al hombre es vivir como don de sí mismo. O sea
el único sentido del hombre es el amor, hacer pasar a través de sí mismo el
amor de Dios hasta llegar a ver el fruto.
De otro modo, como la vid, el
hombre no sirve para nada. Mientras el resto de la creación sirve para hacer
sobrevivir al hombre, el hombre sirve solamente si da el fruto que es el amor,
que es la vida de Dios. O sea sólo si se convierte en divino humano. Es por
esto que Cristo dice: “Permaneced en mí” (Jn 15,5). Un permanecer que en su raíz significa también resistir, un término que no tiene la bonita connotación del
permanecer y que más bien nos lleva a la poda de la que hablan los versículos
siguientes, poda necesaria para dar fruto.
Cristo nos hace ver un campesino
que corta y quema. Pero lo bueno es que no somos nosotros mismos que nos
podamos según ideologías varias, sino que es el Padre que a través de la
historia hace esta poda. Los cortes que
hace el Padre nos liberan de todo lo que impide llevar fruto, nosotros solos no
podemos liberarnos y quizás ni llegaríamos a darnos cuenta. También hay un fuego que verifica esto, lo
dice Juan (Cfr. Jn 15,6: “el que no
permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge,
se arroja al fuego y arde”) y también lo dice Pablo (Cfr. 1 Cor 3,13)
Este misterio de la poda, de
eliminar y quemar es lo que se tiene que considerar en nuestra vida espiritual.
Pero aún se ha de tener más en consideración la segunda poda, bien conocida por
los viñadores, la que es necesaria cuando ya se ve cómo se desarrolla el
crecimiento para dar más fuerza a la calidad y también la cantidad.
Así se mejora la calidad de la
uva y en consecuencia también del vino. Se poda para que dé más fruto. Porque
el fruto es el vino y no la uva.
El término podar literalmente
significa purificar. Es el Padre que purifica para que demos más fruto. La
cuestión central es esta, es el Padre que purifica, no somos nosotros. Como es
el Padre que exalta al Hijo (Cfr. Fil 2,9) que se hace obediente hasta la
muerte de cruz. No es una cuestión
nuestra de poner empeño en mejorarnos, y terminar centrándose en uno mismo en
una búsqueda de perfección que nos hace quedar encerrados en nuestro propio yo.
Esta imagen de Juan –él no propone
parábolas sino imágenes- es esencial para la vida porque es imagen de la divino
humanidad que es obra del Padre.
Nosotros no podemos hacer de nosotros mismos un don total del amor como
Cristo para pasar así a la resurrección.
Esta es obra del Padre porque el Padre sabe qué es lo bueno para
nosotros a fin de que podamos ser un don libre, gratuito, para que podamos
ofrecernos verdaderamente. Muchos siglos de formalismo sobre la perfección del
individuo puede crear una fuerte ilusión de alcanzarla en lo referente a muchos
aspectos morales y éticos pero nos hace totalmente anémicos, incapaces de
transmitir el amor, de transmitir el don de sí, de mostrar un estilo de vida
donde el hombre es el don del amor en lo concreto y cotidiano de la vida. Se
llega fácilmente a la dureza de corazón y al juicio despiadado hacia los demás.
Ser perfecto o ser un don, esta
es la pregunta. El Padre sabe lo que es necesario de lo que soy para que yo
pueda vivir como un regalo que se desperdicia y no escatimarme manejándome a mí
mismo. Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo (1 Jn 3:20), solo
Él sabe cómo ir más allá de nuestras ideologías y nuestros modales.
Para esto es necesario que el
Padre nos purifique.
Aquí está la actitud del
creyente, la aceptación de lo que la vida trae, porque él sabe que el Padre interviene
y no necesita combatir con la vida. ¿Te sucede algo? ¿Cómo puedes usarlo para
cambiar tu corazón y tus relaciones, comenzando desde la relación con Dios? Es
el Padre quien lo está haciendo para que puedas convertirte en un regalo y no ser
el racimo de uvas, sino el vino.
P. Marko Ivan
Rupnik
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