viernes, 6 de abril de 2018

II Domingo de Pascua





II Domingo de Pascua – Año B                                                                    Jn 20,19-31



El comienzo del evangelio de hoy parece volver a ponernos en un clima pre-pascual a pesar de que estamos al final del octavo día, el octavo del octavo.
En este clima de humanidad no redimida sino temerosa, con miedo, preocupada por el propio fin. “llegó Jesús cuando las puertas estaban cerradas” (Jn 20,19 “llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos). Es importantísimo que se diga “llegó” y no se apareció, porque hace ver que es verdaderamente el primer día de la nueva creación, donde un cuerpo, una corporeidad humana vive una cualidad del todo nueva, nunca conocida hasta entonces, ni imaginada, ni soñada.
“Llegó Jesús” y este textual “poniéndose en medio” (Jn 20,19) dice que Él es el centro del mundo, de la historia, de todos y de todo. También de sus miedos, de los pensamientos y razonamientos de ese preciso instante. Ellos todavía no han logrado ensamblar toda la visión de la vida y de la historia a partir del paso, de la Pascua del Señor. Esta es quizás el desafío principal de la Iglesia también hoy.  Mostrar los signos de su pasión no sirve como una simple verificación de que es Él, pero es Él porque se ha ofrecido hasta el final, sus manos son el testimonio de la obra que Dios ha cumplido, su costado permite una mirada que reconoce que es verdaderamente Dios y por lo tanto también conoce cuando el hombre vive como hijo de Dios.
Este es el sentido de su “Shalom” (Jn 20,19) que no es simplemente un augurio de paz, sino más bien la constatación de su situación de vida a partir de la resurrección: una pacificación total con todos y con todo, un bienestar que llena la vida de una persona de tal manera que no percibe ninguna posibilidad de amenaza.  Este bienestar de ellos tiene una estrecha conexión con lo que Él hace, con lo que Él es. Les hace ver las cicatrices, por un lado testimonio de su entrega, de su ofrecimiento total y por otro, justamente por esto la denuncia de su fracaso de su mentirosa amistad: “Entonces todos lo abandonaron y huyeron” (Mc 14,50) como Él había predicho.  Esta historia que cada uno de nosotros conoce en la vida, sentimientos de culpa, cosas no resueltas, no haber sabido reaccionar decididamente contra el mal, haber fracasado. El hombre no puede arreglar su historia, nadie puede. Y ningún hombre puede ayudarlo, porque nuestra vida se hunde más allá de nosotros mismos y más allá de los que nos rodean.  Las relaciones son trinitarias, no de a dos, por eso se necesita siempre el tercero que resuelva el drama de las relaciones.
Todos juraron que no lo abandonarían (Cfr. Mc 14, 29-31) pero bajo la cruz ha quedado solo uno, es por esto que cuando entró en la tumba vacía “vio y creyó” (Jn 20,8).
Tomás fue el primero en decir de estar dispuesto a morir por Él, cuando Jesús quiso ir a Betania para ver a Lázaro, cuando los judíos lo buscaban para matarlo (Jn 11,16) pero no estuvo bajo la cruz, no resistió.  Esta es la historia de Tomás, él se quedó en el viernes santo, él no estaba allí, él quedó en la experiencia del mal que es más fuerte. Tenía que descubrir la humanidad que va más allá de lo que para él era lo máximo, o sea morir.
Es por esto que es tan importante el encuentro con la Víctima pascual que hace ver las heridas y dice Shalom, muestra cómo termina el hombre que vive como Dios. Aquel que lo ha mandado, el Padre, lo recogió y por lo tanto ahora nosotros podemos estar bien.
No se puede ya volver atrás, las puertas están cerradas, no se puede regresar. La puerta hacia la mentalidad vieja, la del mundo, está definitivamente cerrada. Nuestra complicidad sólo puede ser perdonada por la Víctima, por ningún otro.
Por este motivo Cristo entrega de nuevo el Espíritu (Cfr. Jun 20,22). Nos vuelve a dar la vida filial que nos había dado cuando entregó el Espíritu desde la Cruz, esa vida que no logramos acoger nos vuelve a ser donada para hacer lo que Él ha hecho. “Como me ha mandado el Padre así yo los envío a ustedes” (Jn 20,21).  Nos manda perdonar los pecados, a volver atrás, a eliminar el pasado oscuro de cada uno, porque todas las veces que en Juan se habla de perdonar los pecados significa alejar una cosa, separar de un pasado, separarse de un lugar, separarse de un objeto. Por lo tanto no regreséis, ni ustedes ni los que encontréis. Los que están dentro de este lugar, este mi Cuerpo, liberadlos del pasado, de una vida que se realiza en la oscuridad, con las obras equivocadas, con la mentalidad equivocada. Alejad esto, liberadlos de esto (Cfr. Jn 20,23). En Cristo también el pasado equivocado y de pecado se transfigura en la luz, porque es amado.  Esta es la misión que la Iglesia no puede dejar de lado y que ningún otro puede asumir.
La de Tomás es por lo tanto la más grande confesión de fe, este hombre es mi Señor y mi Dios.  Este hombre con estas heridas, este hombre a quien yo no pude ser fiel, este es el Dios fiel, este es mi Señor.
Esta es la fe que vence al mundo (Cfr. 1 Jn 5,4). La fe que nos hace estar más atentos a lo que dice el Señor y a Quien ha mandado que a nuestra experiencia del mal. Aquí prácticamente se desarrolla el drama espiritual de cada uno, creer a la propia experiencia del mal o a la fidelidad de Quien te ha amado, que hace de sí mismo un don que va más allá de la tumba, más allá de la puerta cerrada.  Es una nueva creación, una nueva historia.
La puerta permanece cerrada y nosotros no la queremos abrir, nosotros queremos vivir la vida nueva a la cual hemos sido engendrados a través del costado de Cristo.
P. Marko Ivan Rupnik


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