El evangelio de hoy de Marcos
sigue a la institución de los doce y el primer efecto frente a las multitudes
que comenzaban a reunirse alrededor de Jesús se refiere a los que son llamados
sus parientes, los cuales piensan que está “fuera de sí”. Lo que Cristo ha comenzado a decir afecta
fuertemente a los que lo escuchan y produce la reacción de los espíritus
inmundos. La liberación del mal que Él ha iniciado no puede dejar de provocar
al mal que reacciona hasta acusarlo de estar poseído por Belcebú (cfr.
Mc 3,22). La blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada, dice Jesús
(Cfr. Mc 3,29). En Pentecostés se cumplió la promesa del Padre y el don del Espíritu
es la condición esencial para poder seguir a Jesús. El que no está envuelto en esta venida
empieza a razonar según términos puramente humanos. Quedarse sólo en el
horizonte humano e incluso apelar a las fuerzas oscuras, tenebrosas, opuestas a
Dios, en vez de acoger el don del Espíritu Santo que manifiesta y realiza en la
humanidad del Hijo una existencia nueva, quiere decir blasfemar contra el
Espíritu Santo. El no perdonar explica esta cerrazón en uno mismo y la
esclavitud de esta nuestra limitada, naturaleza mortal.
Esto recuerda directamente
el coloquio con Nicodemo: “Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del
Espíritu es Espíritu” (Jn 3,6). La
lógica de la carne razona según causas y consecuencias y no logra superarse a
sí misma, pero el Espíritu es libre y supera toda lógica carnal. Cristo mismo
se enfrenta con este juicio humano solamente o sea según la carne. “Ustedes
juzgan según la carne, yo no juzgo a nadie” (Jn 8,15). A partir del Espíritu
Santo no es posible hacer un juicio sobre la persona según la carne porque el
Espíritu nos libra de las ataduras de la carne y nos hace superar la
dependencia que es sumisión a la naturaleza. “Por eso nosotros, de ahora en
adelante, ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos; y si
conocimos a Cristo de esa manera, ya no lo conocemos más así. El que vive en
Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha
hecho presente.” (2 Cor 5, 16-17).
No se trata de una
contraposición dualista entre el cuerpo y el espíritu, no se trata de una
reminiscencia gnóstica sino se trata de explicitar la manera en la cual la
persona humana vive la propia humanidad, la propia naturaleza humana. El
Espíritu Santo nos hace participar de ese modo divino, comunional, de amor que
hace vivir la propia humanidad como expresión y realización de la propia
existencia en el amor, en el don de sí a los otros. Este es también el camino
de la vida porque de esta manera la naturaleza humana envuelta en el amor es
injertada en la vida que permanece (Cfr. 1 Cor 13,8), caso contrario, hacer que
el yo humano sea la expresión de las exigencias de la propia naturaleza significa
destruirse porque la naturaleza humana no tiene en sí misma nada que pueda
superar la muerte. Esto lo puede recibir
sólo del Señor que da la vida verdadera y vierte en nuestros corazones el amor
de Dios Padre (Cfr. Rom 5,5) “Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario,
si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán.”
(Rom 8,13)
En el texto de hoy Cristo
hace ver no solamente un nuevo principio de la unidad, sino que en su humanidad
hace visible su plena realización. “¿Quién es mi madre y quiénes
son mis hermanos?” (Mc 3,33). Sabemos muy bien qué
fundamental era en la tradición del Antiguo Testamento el vínculo de la sangre,
en cambio Cristo claramente declara su insuficiencia porque es un vínculo que
no hace superar al hombre su trágico destino, o sea la muerte. Ya en el principio
del libro del Éxodo encontramos como proceso de liberación el llamado a Abraham
para desligarse de los vínculos de la naturaleza y comenzar a vivir su
naturaleza humana según la vocación, según la voz que lo llama, o sea teniendo
en cuenta a Dios. Se trata de comenzar a vivir la propia humanidad según la relación.
“El Señor dijo a Abram:
«Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré”.
(Gen 12,1). La vida según el Espíritu
será por lo tanto la realización del hombre como misterio de la persona según
la existencia de las Personas divinas, o sea según la comunión.
La Iglesia es el lugar y la
expresión de esta realización del hombre como comunión de las personas. Abraham tuvo que hacer un largo itinerario
para llegar a comprender que estaba llamado a vivir la paternidad tan deseada
por él en un nivel radicalmente nuevo, no ya sólo según la naturaleza sino
según el Espíritu, o sea según Dios. Lo
bello de este pasaje consiste en el hecho de que la paternidad según el
Espíritu no elimina la paternidad según la naturaleza, sino que la integra
librándola de la esclavitud de la necesidad. Es la libertad que caracteriza la
realización del hombre según el Espíritu.
Como en sus estudios lo hace notar muy bien Berdjaev, la libertad se
encuentra y se descubre sólo en el amor porque es su dimensión constitutiva. La
unión de las personas y la realización del hombre se da en el amor de Dios
Padre. El mal del mundo y también el
príncipe de este mundo no pueden tener ningún poder sobre nosotros si nos
dejamos guiar por el Espíritu que nos injerta en el Hijo en quien la voluntad
del Padre no se cumple en una obediencia según la lógica humana sino en el
amor: “Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe
de este mundo: él nada puede hacer contra mí, pero es necesario que el mundo
sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado” (Gv 14,30-31).
P. Marko Ivan Rupnik
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