viernes, 6 de julio de 2018


XIV Domingo del Tiempo Ordinario - Año B               Mc 6,1-6


En el evangelio de hoy encontramos a Cristo que vuelve a Nazaret, más bien Marcos dice “en su patria” (Mc 1,6), casi como extendiendo Nazaret a toda la nación y a todo su pueblo.  El sábado entra en la sinagoga y se pone a enseñar, como ya había hecho (Cfr. Mc 1,21) pero es sólo a través del evangelista Lucas que sabemos el contenido, sólo él dice qué enseña Cristo, qué dice.
Lo que dice asombra fuertemente a los que lo escuchan.  Cuando Cristo ha hablado por la primera vez ha provocado una fuerte reacción del demonio, de ese espíritu inmundo que permanecía dentro de un hombre que estaba allí en la sinagoga. Ahora la reacción vehemente viene directamente de los que escuchan y es más grave porque estamos ya en el sexto capítulo de Marcos.  Cristo ya ha entrado en el país de los paganos, ya ha comenzado la liberación del mal también entre los paganos, o sea también del hombre como tal, no sólo del hombre religioso que pertenecía a la antigua alianza.  En el territorio de Israel ha curado la hemorroisa y reanimado a la hija de Jairo, episodios que enganchados simbólicamente al número 12 nos recuerdan el pueblo de Israel y por lo tanto parece hasta lógico que Marcos quiera extender la realidad de la sinagoga a todo el pueblo.
En este pasaje encontramos a Jesús entre sus compatriotas y se da un rechazo.  Es una situación que se resiste a la venida del Mesías.  Cristo no es ni aceptado ni tenido en cuenta como Aquel que es enviado por el Padre para la salvación de los hombres y manda sobre la religión, la institución religiosa de la sinagoga que mantiene al pueblo en un régimen religioso de esquemas y doctrina que bloquea y castiga cualquier acercamiento a Cristo.  La palabra de Cristo los golpea, esto es lo que realmente sucede y se manifiesta como estupor, y los golpea de manera negativa.  Se podría decir incluso que los hiere, los pone en estado de shock. Sin embargo, prevalece en ellos un horizonte del orden de la naturaleza como diría Berdjaev, o sea el de la sangre, de la parentela, del pueblo donde se vivía y donde se crean, por lo tanto, algunas categorías sobre los otros que pretenden ser exhaustivas, que pretenden conocer al otro.
Que Cristo diga que en Él se está cumpliendo la espera los turba, que en Él se está cumpliendo la promesa de Dios, que él sea el enviado, lleno del Espíritu, que es sobre Él que desciende el Espíritu del Señor y lo consagra como Mesías, como Salvador. Es todo lo que los capítulos anteriores nos han mostrado simplemente como obvio pero que no puede entrar en los esquemas teológicos de los escribas y de los que los siguen. Porque a lo largo de los siglos la espera ha creado una imaginación grandiosa de la restauración del Reino de David y ahora, justamente en Nazaret, en la zona conflictiva de la descendencia de David, Cristo está rompiendo este esquema fundado sobre criterios de este mundo, sobre el poder del mundo. Lo escandaliza aceptar que el tiempo mesiánico y la salvación vendrá de una manera tan simple, cotidiana, tan de feria y a través de un trabajador, un carpintero.
Pero el evangelio insiste justamente en que la fe, acogida de una vida nueva, se realiza en lo cotidiano, lejos de las dinámicas religiosamente humanas que se basan sobre la fuerza y el poder. La fe transfigura cualquier día en fiesta, en el cumplimiento, la religión busca, en cambio, las cosas extraordinarias que justifican nuestro esfuerzo.
Este rechazo le pesa a Cristo, pero Él sabe que “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa” (Mc 6,4). En realidad “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. (Jn 1,11).
Los suyos son seguramente los más cercanos, los de su pueblo, su gente. Pero no se llega a ver que él realice una nueva unión entre los hombres, no ya fundada sobre la sangre de los progenitores, sino que será parentela de su misma sangre, como afirma Cabasilas en su teología sobre la eucaristía.  Será la filiación que cumple la voluntad del Padre el nuevo principio de la unidad de la humanidad (cfr. Mc 3,35). Pero en este rechazo aún hay más, se refiere a la humanidad misma: viene como hombre, como Hijo de Dios y no es aceptado justamente porque ha venido como hombre, hombre como nosotros mientras nosotros esperábamos y queríamos algo especial.
Se habla de Él desacreditándolo, Marcos pone de relieve que se preguntan si es el hijo de María (Cfr. Mc 6,3) mientras que, en toda la tradición, la identidad de la persona se transmite a través de la paternidad.  Están cerca de la verdad y no llegan a comprenderla.  Al indicarlo como hijo de María puede querer decir, por una parte, que lo que Él hace no es según su tradición, porque la paternidad habla de la continuidad de la tradición; por otra parte, el hecho de que no digan hijo de José enmascararía la acusación de interrumpir una tradición. Pero aún más fuertemente en este “hijo de María” podría esconderse una duda sobre la paternidad, que, si así fuera, revelaría aún más su “inconsciente” cercanía a la verdad porque de hecho Él no es hijo de José de la misma manera que es hijo de María.
Él es el Hijo del Padre y ello no logran entenderlo, están muy cerca, pero no llegan. Y esto nos habla de una gran verdad en el camino del cristiano.  El conocimiento, la visión depende de la vida en el Espíritu y no de nuestras consideraciones y conclusiones que pueden la mayoría de las veces basarse sobre una lectura racional según la naturaleza o incluso sobre la mentira o sobre la maldad.
Jesús no es aceptado, es rechazado, echado fuera y Él se asombra de su incredulidad.
Aquí se da el estupor, Él se asombra de que son incrédulos delante de una verdad que resulta evidente: “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras.” (Jn 14,11)
Pero no hay ninguna obra que pueda interrumpir la esclerosis religiosa, no hay palabra que pueda mover una terquedad que se hace expresión de la maldad del hombre que necesita redención, pero no la acoge, porque para ver el reino de Dios hay que renacer de lo alto, lo que ha nacido de la carne es carne y lo que ha nacido del Espíritu es Espíritu (Cfr. Jn 3, 1-13).  Hay que tener la vida del Espíritu, solamente la vida biológica no puede ir más allá de sí misma.  Hay que tener una vida que tenga una inteligencia relacional, que considere al otro, una mentalidad de la alianza.  De hecho, ya la historia del padre de la fe, Abraham, comienza con: “Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre…” (Gen 12,1).
P. Marko Ivan Rupnik


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