Bautismo del Señor......................Mc 1,7-11
Este acontecimiento tan brevemente relatado por el
evangelista Marcos es de alguna manera la síntesis de todo su evangelio y de
toda la obra de Cristo. Cristo baja de Galilea por un camino que lo lleva al
Jordán, el lugar también geográficamente más bajo de la tierra, (390 m bajo el
nivel del mar) y así se hace visiblemente muy claro el anonadamiento del Hijo
de Dios. El río Jordán tiene el color de
la tierra. Jesús entra en esta tierra
llena da barro y sucia, imagen exacta de una humanidad hecha de barro que se
vuelve así cuando con el pecado se apaga el Espíritu
A estas aguas Cristo da el color de su divinidad,
como ha dicho San Cirilo de Jerusalén y algunos otros Padres, y en esas aguas
son santificadas todas las aguas del mundo a fin de que puedan santificarnos en
la hora de nuestra muerte y resurrección, o sea en nuestro bautismo. Santiago de Sarug, gran padre siríaco, hace
notar que Cristo bajando a las aguas en su bautismo se despojó de la gloria y depuso
en las aguas su vestidura de luz y de gloria, de manera que cuando llegara Adán
desnudo, verdaderamente hijo de la tierra, hecho de barro, podría revestirse
del vestido de gloria que el ángel caído le había robado entre los árboles del
Edén.
Marcos registra sólo la salida del agua de Cristo,
porque bajar en el agua es la imagen de la muerte, salir del agua es la imagen
de la resurrección, del Resucitado.
De estas aguas con barro sale el Hijo de Dios,
verdadero Dios y verdadero hombre, junto con los penitentes. La solidaridad es el principio de la
divinización del hombre: es Dios que se hace solidario con nosotros, basta sólo
pensar cuánto énfasis se hace, cuando se habla en la Carta a los Hebreos, de la
solidaridad de Cristo Sacerdote con toda la humanidad. Y este es, según Dios, el principio de
nuestra divinización.
Los cielos se rasgan, el término “skizein” deja entrever que es algo
irreversible, irreparable. Es el mismo término
que Marcos usa en el momento de la muerte de Jesús, cuando se rasga el velo del
templo porque ha perdido su significado.
Cristo ha entrado en la muerte que separaba al hombre de Dios. Son dos
momentos de la revelación de quién es el verdadero Dios, o sea Aquel que ofrece
su vida por todos, sin ninguna culpa de su parte. Entonces todo lo que estaba detrás del velo
se vuelca sobre el pueblo, ahora somos nosotros los que recibimos como en una
lluvia la revelación de Dios, a través de esta ola de gracia que nos llega de
lo que estaba detrás del velo. Según los
rabinos había 500 años de camino entre un cielo y el otro, y allí estaban los
siete cielos. Toda esta distancia ahora
ha sido anulada y Él es la puerta abierta. (Heb 10,20: “por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para
nosotros, a través de la cortina, es decir, de su cuerpo”.
La paloma que aletea sobre Él da testimonio que él
puede hacer este sacrificio de sí mismo porque tiene el Espíritu, porque tiene
la vida del Padre y sabe que el Padre lo recogerá, por eso puede ofrecerse
(Cfr. Heb 9,14). Es el espíritu de la
nueva creación, la creación verdadera es la divino humanidad, del verdadero
hombre y verdadero Dios en una sola Persona.
Se oye una voz, “phoné”, que es el mismo término que Marcos usa cuando dice que el
gallo canta y para el grito de Cristo que expira en la cruz, en una perfecta
superposición del Bautismo y de la Pascua porque esta voz es también la del
Salmo 2 que es el salmo de la entronización del Rey. Gracias a este Rey, que
sale del barro en medio de los penitentes, el cielo ya no se cerrará nunca más,
ese cielo que tantas veces se había cerrado en la historia de Israel y en el
que la literatura rabínica leía un Dios un poco resentido a quien había que
calmar de alguna manera, ahora ese cielo está aquí, porque Dios está aquí. Y lo
vemos en el hombre, llamado a una manera nueva de vivir, como hijo: “Tú eres mi
Hijo” (Mc 1,11; cfr. Sl 2,7).
Él es el rostro del Padre, Aquí se tocan en una
única realidad la filiación y la paternidad.
Cristo salido de las aguas es nuestra imagen porque con el bautismo
somos injertados en Él.
Todos estos son etapas que vivimos en nuestro
bautismo donde baja el mismo Espíritu Santo y la misma voz dice: “Tú eres mi
hijo”. Recibimos la misma vida, la que
Él nos ha dado en la cruz, cuando expiró, cuando nos entregó su vida para que
pasase a nosotros.
Tenemos la misma vida, somos hijos y somos
divino-humanos. Esta es la verdad del
hombre. Aquí conviene permanecer y buscar nuestra verdadera identidad, como
hijos, en esta vida que la fe nos hace contemplar y que no se apagará.
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