viernes, 23 de febrero de 2018

II Domingo de Cuaresma

II Domingo de Cuaresma      Año B                                                                       Mc 9, 2-10
“Después de seis días” podría ciertamente referirse a su anuncio de la pasión y la resurrección (Mc 31,33), pero como en el mismo anuncio de la pasión Él dice que “después de tres días resucitará” (8,31) quizás en la manera de contar los días quiere ser aún más exacto que simplemente referirse al anuncio de la Pascua, de hecho en el Evangelio de Marcos se encuentra tres veces la expresión ‘después de tres días’ y siempre se refiere a la resurrección. Pero en el Capítulo 14,1 encontramos la expresión ‘después de dos días’, que indica justamente el tiempo que pasa entre la decisión de matar a Cristo y su muerte.  El día de la muerte queda aislado como “el” día (Mc 15,33-37), por lo tanto tenemos dos días más uno y más tres. Seis días que encierran todo el misterio pascual de Cristo. Después de estos días Cristo aparece en la Transfiguración, como envuelto en la luz.  El sacrificio de sí mismo en el amor es el paso del resucitado al Padre.  Al final los apóstoles ya no ven ni a Elías ni a Moisés sino sólo Cristo en quien se cumplen la ley y los profetas. Él es quien al fin será todo en todos.
El término “metamorfosis” de hecho quiere decir ‘más allá de la forma’ y no simplemente cambiar la forma.  Quiere decir hacer ver la verdad de la persona que no está circunscrita a la forma en que la vemos, pero que está en el misterio que atrae más allá de la apariencia inmediata.  En estos seis días, o sea desde la decisión de que debe morir, su pasión, la humillante crucifixión y la muerte, la sepultura hacen ver un real fracaso. Si después además se subraya que Él tendría que ser el Salvador del pueblo y el Mesías esperado por generaciones, no es sólo su fracaso sino el derrumbe de las esperas y de las esperanzas de todos.
Cristo, en cambio, llevando a los discípulos sobre el monte quiere cambiar los puntos de vista de sus ojos, la perspectiva.  No se trata de mirar con los ojos humanos sino de ver la humanidad del Hijo con los ojos del Padre. Quien mira a Cristo sólo con los ojos humanos, aún con la imaginación de la espera del Mesías través de las generaciones no logra leer el don que Dios Padre hace en su Hijo a la humanidad.  Se trata de superar la perspectiva que tiene su origen en el hombre, o sea de la llamada tercera dimensión y de acoger la perspectiva que nos llega desde el más allá. Esta no es una perspectiva simplemente dada vuelta, sino que es una perspectiva agápica, que razona según el don de sí mismo.  La perspectiva de los deseos y de las esperas en cambio es una perspectiva que se orienta a uno mismo, o sea el sujeto quiere algo para sí, la salvación para sí.
De esta manera se centra el aspecto de preparación con el cual Cristo inicia a los Apóstoles a leer la lógica de la comunión, de filiación, a través de la cual también la humanidad será vivida por el Hijo a la manera de Dios. De hecho, después de la Transfiguración, en los capítulos sucesivos, el evangelista propone de manera radical un vuelco de la lógica. El Mesías no es uno que ha venido para satisfacer las necesidades inmediatas de nuestra naturaleza humana precaria, herida, que busca salvarse, sino que vino para donar a los hombres un modo de vivir la propia naturaleza humana, o sea la propia humanidad de modo filial.
Por lo tanto, en cierto sentido hay que estar de acuerdo con el gran Gregorio Palamas que junto con algunos Padres sostiene que el milagro que se dio en la mirada de los Apóstoles es que al fin podían ver cómo es la humanidad cuando se vive como hijo. Ellos son los destinatarios de la transfiguración, los que logran ver que en este valle quien se entrega y se deja moldear es el que pierde, sobre el monte es el Cordero triunfante que en el Apocalipsis (5,6) Juan describirá como la única fuente de luz de la Jerusalén celestial. 
El Salmo 104,2 describe el Señor “envuelto de luz como de un manto”. El color blanco que ningún hombre de esta tierra es capaz de fabricar corresponde al color de la gloria de Dios en el Apocalipsis.  El Apocalipsis que es el libro de los colores indica el blanco como el color de la manifestación de Dios en el cumplimiento de la historia (20,11; 14,14).  El color blanco del trono de Dios, o sea su poder y su gloria revisten a los que en la historia han actuado y vivido según la lógica filial, relacional, agápica, o sea según la perspectiva del monte. “Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: "Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?" Yo le respondí: "Señor mío, tú lo sabrás." Me respondió: "Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos.”(Ap 7,13-15)
De aquí se ve claro que el protagonista de la vida del hombre no es el hombre sino la relación, es el amor que transfigura nuestra humanidad.  Cristo no se ha transfigurado, sino que fue transfigurado.  No se trata de plasmarnos a nosotros mismos según una forma vencedora, según la moda del momento sino dejarse amar por Aquel cuya sangre hace blanca nuestra humanidad, o sea manifestación de la gloria de Dios, de su amor, lugar de su presencia y revelación.  Cuando siendo amados se ama, nuestra humanidad se transfigura y se hace teofánica.

P. Marko Ivan Rupnik

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