El evangelio de Marcos que retomamos este domingo es
continuación del discurso de Cristo en el evangelio de Juan que leímos el
domingo pasado.
En el texto griego leemos: “Y se reunieron a su alrededor” (Mc 7,1), la letra “y” que falta en
nuestra traducción es esencial para conectar este episodio con el episodio
inmediatamente precedente que es el de la multiplicación de los panes (Mc
6,34-44) y la desilusión de los discípulos frente a Cristo que no acepta ser
rey y se va.
Desde Jerusalén, epicentro de la autoridad
religiosa, vienen los escribas y fariseos, los observantes, los puros, los perfectos,
para interrogarlo. Más bien a desacreditarlo. No puede ser el Mesías esperado,
no puede ser el que instaurará el reino de David porque Él no se corresponde
con la práctica de su religión. Este es
el hilo conductor que atraviesa los cuatro evangelios.
Se refieren a la tradición de los antiguos que en
la Biblia es prácticamente un término técnico que no indica simplemente la
tradición de los Padres o de las generaciones precedentes sino a la revelación
divina dada a Moisés, que no es solo aquella que con su nombre queda escrita sino
también es la que se transmite oralmente. Y es exactamente esta que termina por
prevalecer sobre lo que está escrito llegando a ser más importante. Pero la
tradición oral fácilmente se presta a manipulaciones y no es difícil que uno
encuentre alguna que no corresponde a las 613 prescripciones que nos llegan
como tradición de los antiguos.
Tratándose sobre todo de aspectos litúrgicos y de
purificación que ellos observan de manera intransigente, se entiende bien
cuánto puede molestarles viendo que los discípulos de Jesús toman alimentos con
las manos impuras, o sea no lavadas (Mt 7,2) y ciertamente nada vale haber dado
pan a cinco mil personas, dado que seguramente ni ellos se han lavado las manos
antes.
Este es el callejón sin salida donde conduce la ley
cuando está desenganchada de la vida y de la fe, hace surgir la división de
fondo, de tal manera que Cristo los llama hipócritas porque en griego significa
actores de teatro, hombres con máscara que desempeñan un papel que no
corresponde a la vida. Esta es la religión y esto es lo que Cristo está sacando
a la luz, el desdoblamiento, mi corazón no coincide con lo que hago en mi
cuerpo. Mi cuerpo con sus gestos de adoración y la mente que proclama algunas
verdades religiosas quedan a nivel superficial y exterior y no se corresponden
al contenido del corazón, o sea al yo, el yo es otro. La práctica religiosa no
puede vencer y unir este abismo, porque la religión no puede hacer otra cosa
más que insistir y repetir algunas verdades que se enseñan religiosamente pero
el contenido de la vida del yo, o sea el corazón, la toma de conciencia de lo
que yo soy, no corresponderá nunca a aquello. El modo con el cual el yo se
relaciona con su naturaleza humana es lo que hace la diferencia entre fe y
religión. La fe es la acogida de la
vida que después se expresa en la naturaleza humana y por esta acogida la
transfigura. La religión no puede
justamente hacer esto porque no se realiza en la acogida sino en la conquista
mediante el empeño del individuo (sobre este punto una lectura de Alexander
Schmemann sería muy útil para profundizar el tema). Esta es la tragedia de la cual Cristo nos
libera, hay que entender lo que quiere decir “Misericordia quiero y no
sacrificios” (Cfr. Mt 9,13; Mt 12,7). En
Cristo Dios y el hombre se unieron en una sola persona, ya no puede existir una
religión en donde se pueda honrar a Dios sin amar al hombre, ya no puede
existir una ceremonia dirigida sólo a Dios sin que implique toda la persona
humana. Está muy claro que el hombre por sí solo no puede hacerlo, es un don,
es la vida recibida en Cristo en quien nos injerta el Espíritu Santo. Cristo solamente con pocas palabras elimina
un montón de prescripciones. La cuestión
de la impureza no es el alimento. La impureza es ese yo mortal vulnerable,
ofendido, que busca salvarse a sí mismo a cualquier precio y utiliza esta
máscara religiosa. No hay nada fuera del hombre que, entrando en él, pueda
volverlo impuro. Son las cosas que salen del hombre las que lo vuelven impuro
(Mc 7,15). El espíritu que sale de
dentro, cuando está dañado envuelve el cuerpo en el mal, la carne sigue la
perversión del espíritu. Pero si el Espíritu comienza a penetrar en nuestra
corporeidad, en nuestra mentalidad, nos lava, y nos encamina hacia la verdadera
vida que permanece.
Pero es difícil entender (Cfr. Mc 7,18) que Cristo
no quiere sacrificios sino misericordia, es difícil acoger la gratuidad de la
salvación. A Cristo no le sirve un
corazón vacío, duro, sin piedad, sin amor, agotado por las prescripciones que
hay que cumplir, las que deberían asegurar al yo que está salvado, pero
dejándolo tal cual es “Yo soy el pan de la vida” (Jn 6,35).
Continúa el discurso eucarístico de los últimos
domingos y es muy fuerte: no es que haya que purificarse para poder comer, es
la comida que purifica, es el alimento que redime. “Así como yo, que
he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma
manera, el que me come vivirá por mí. (Jn 6,57). Porque el mundo pasa con su
concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece eternamente” (1
Jn 2,17).
P. Marko Ivan Rupnik