viernes, 24 de agosto de 2018

XXI Domingo del Tiempo Ordinario



XXI Domingo del Tiempo Ordinario - Año B
             Jn 6,60-69

Llegamos al final del largo discurso que Cristo hizo después del signo del pan.  En el evangelio de Juan este es el primer gran momento dramático del fracaso del anuncio de Cristo.  No llega a explicarse, no logra convencer y muchos de lo que lo han seguido hasta aquí, comienzan a irse.
Esta palabra es “dura” (Jn 6,60) es la constatación. Sin embargo, Él sólo les dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). ¿Qué hay aquí de duro?
Nos ayuda la etimología de la palabra que se usa aquí “skleros” que no es el término que se usa para decir que una piedra es dura –porque es lógico que sea así- sino cuando una cosa es dura cuando se pensaba que fuera blanda. En ese significado hay algo que te recuerda un insulto, que te defrauda, que te ofende, porque tú esperas una cosa y encuentras otra.  De hecho, la esclerosis es algo que en sí misma debería funcionar, disolverse, fluir, pero se endurece.
Ellos seguían a Cristo porque “querían hacerlo rey” (Jn 6,15) y posiblemente llegar a ser los “más cercanos” a este mesías. Pero Él ha hecho entender que se trata de otra cosa y este cambio de expectativas los escandaliza (Jn 6,62).  Han entendido muy bien su discurso sobre el alimento, han comprendido que se trata de un cambio en el hombre que se une de tal modo a Él para llegar a ser como Él, un don en las manos de los hombres, quien come de esta vida recibe este modo de ser, se transformará él también en un don. Han entendido bien que una unión así de íntima determina un cambio esencial, pasar del servir a Dios con las obras externas a recibir la vida divina, un modo de existir que lleva al don de sí. La primera lectura abre esta misma perspectiva, servir al Señor o servir a los dioses del país extranjero en donde se vive (Cfr. Josué 24,15). Pablo lo ha entendido muy bien explicitándolo definitivamente en el servir a Dios con las obras o ser partícipes de la vida de Dios en Cristo (cf Gal 5,1-6; Ef 2,8-10). Confiar en las obras de la carne para obtener de esta manera alguna cosa lleva a la muerte (Cfr. Rom 7,5; Gal 6,8).  En Pablo “las obras de la carne” son perversiones de una naturaleza humana que no acoge el don del Espíritu que ofrece el amor como la verdadera vida. Pero entre las obras de la carne según Pablo, entran también las obras religiosas, por la cuales el hombre piensa alcanzar a Dios con su propio esfuerzo, de por sí solo piensa llegar por su propio empeño a la vida eterna.  Es el Espíritu Santo que da la vida, que es la vida, la carne no sirve para nada (Cfr. Jn 6,63).  Yo puedo hacer las obras de la carne según un precepto religioso pero mi vida no cambia, porque la vida no está en mi carne.
Doblegando mi carne a una disciplina religiosa no llegaré a participar de la vida divina, no llegaré nunca a ser hijo de Dios con solo mis propias fuerzas. No se llega a ser hijos por sí mismos. Acogiéndolo a Él como el alimento que me da otra vida y la nutre, esta vida que es el Espíritu será capaz de mover mi carne hacia las obras que de verdad duran eternamente, las que Dios no olvida. Cuando el Espíritu me impulsa a ser don, también mi carne se salva.
El camino es exactamente el opuesto, no funciona a partir desde mí, desde la carne no se llega al Espíritu, a pesar del esfuerzo que pueda hacer. El Espíritu penetra, ilumina, vivifica la carne y la dirige, la acompaña de tal manera que también las obras de la carne se transforman en don de sí, son expresión del amor, entonces también la carne se salva. Estamos siempre sobre el horizonte del binomio fe y religión sobre el cual han escrito con tanta lucidez autores como Berdjaev y Schmemann.
Cristo no pregunta simplemente “¿Quieren irse también ustedes?” (Jn 6,67) sino que literalmente dice: “¿Será que también ustedes quieren irse? que tiene un matiz de dolor que es determinante.  Cristo mira a la gente que se va y se duele. ¿Es que nadie entiende para qué he venido? No para enseñar una doctrina nueva, sino a dar la vida, carne y sangre para la vida del mundo.  El Señor nos da su vida y después nos enseña cómo vivirla y lo hace convirtiéndose en comida, o sea esta misma vida realizada, que nosotros podemos asimilar.
Marko Ivan Rupnik



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