jueves, 30 de agosto de 2018

XXII Domingo del Tiempo Ordinario


XXII Domingo del Tiempo Ordinario -    Año B                          Mc 7,1-8.14-15.21-23

El evangelio de Marcos que retomamos este domingo es continuación del discurso de Cristo en el evangelio de Juan que leímos el domingo pasado.
En el texto griego leemos: “Y se reunieron a su alrededor” (Mc 7,1), la letra “y” que falta en nuestra traducción es esencial para conectar este episodio con el episodio inmediatamente precedente que es el de la multiplicación de los panes (Mc 6,34-44) y la desilusión de los discípulos frente a Cristo que no acepta ser rey y se va.
Desde Jerusalén, epicentro de la autoridad religiosa, vienen los escribas y fariseos, los observantes, los puros, los perfectos, para interrogarlo. Más bien a desacreditarlo. No puede ser el Mesías esperado, no puede ser el que instaurará el reino de David porque Él no se corresponde con la práctica de su religión.  Este es el hilo conductor que atraviesa los cuatro evangelios.
Se refieren a la tradición de los antiguos que en la Biblia es prácticamente un término técnico que no indica simplemente la tradición de los Padres o de las generaciones precedentes sino a la revelación divina dada a Moisés, que no es solo aquella que con su nombre queda escrita sino también es la que se transmite oralmente. Y es exactamente esta que termina por prevalecer sobre lo que está escrito llegando a ser más importante. Pero la tradición oral fácilmente se presta a manipulaciones y no es difícil que uno encuentre alguna que no corresponde a las 613 prescripciones que nos llegan como tradición de los antiguos.
Tratándose sobre todo de aspectos litúrgicos y de purificación que ellos observan de manera intransigente, se entiende bien cuánto puede molestarles viendo que los discípulos de Jesús toman alimentos con las manos impuras, o sea no lavadas (Mt 7,2) y ciertamente nada vale haber dado pan a cinco mil personas, dado que seguramente ni ellos se han lavado las manos antes.
Este es el callejón sin salida donde conduce la ley cuando está desenganchada de la vida y de la fe, hace surgir la división de fondo, de tal manera que Cristo los llama hipócritas porque en griego significa actores de teatro, hombres con máscara que desempeñan un papel que no corresponde a la vida. Esta es la religión y esto es lo que Cristo está sacando a la luz, el desdoblamiento, mi corazón no coincide con lo que hago en mi cuerpo. Mi cuerpo con sus gestos de adoración y la mente que proclama algunas verdades religiosas quedan a nivel superficial y exterior y no se corresponden al contenido del corazón, o sea al yo, el yo es otro. La práctica religiosa no puede vencer y unir este abismo, porque la religión no puede hacer otra cosa más que insistir y repetir algunas verdades que se enseñan religiosamente pero el contenido de la vida del yo, o sea el corazón, la toma de conciencia de lo que yo soy, no corresponderá nunca a aquello. El modo con el cual el yo se relaciona con su naturaleza humana es lo que hace la diferencia entre fe y religión. La fe es la acogida de la vida que después se expresa en la naturaleza humana y por esta acogida la transfigura. La religión no puede justamente hacer esto porque no se realiza en la acogida sino en la conquista mediante el empeño del individuo (sobre este punto una lectura de Alexander Schmemann sería muy útil para profundizar el tema).  Esta es la tragedia de la cual Cristo nos libera, hay que entender lo que quiere decir “Misericordia quiero y no sacrificios” (Cfr. Mt 9,13; Mt 12,7).  En Cristo Dios y el hombre se unieron en una sola persona, ya no puede existir una religión en donde se pueda honrar a Dios sin amar al hombre, ya no puede existir una ceremonia dirigida sólo a Dios sin que implique toda la persona humana. Está muy claro que el hombre por sí solo no puede hacerlo, es un don, es la vida recibida en Cristo en quien nos injerta el Espíritu Santo.  Cristo solamente con pocas palabras elimina un montón de prescripciones.  La cuestión de la impureza no es el alimento. La impureza es ese yo mortal vulnerable, ofendido, que busca salvarse a sí mismo a cualquier precio y utiliza esta máscara religiosa. No hay nada fuera del hombre que, entrando en él, pueda volverlo impuro. Son las cosas que salen del hombre las que lo vuelven impuro (Mc 7,15).  El espíritu que sale de dentro, cuando está dañado envuelve el cuerpo en el mal, la carne sigue la perversión del espíritu. Pero si el Espíritu comienza a penetrar en nuestra corporeidad, en nuestra mentalidad, nos lava, y nos encamina hacia la verdadera vida que permanece.
Pero es difícil entender (Cfr. Mc 7,18) que Cristo no quiere sacrificios sino misericordia, es difícil acoger la gratuidad de la salvación.  A Cristo no le sirve un corazón vacío, duro, sin piedad, sin amor, agotado por las prescripciones que hay que cumplir, las que deberían asegurar al yo que está salvado, pero dejándolo tal cual es “Yo soy el pan de la vida” (Jn 6,35).
Continúa el discurso eucarístico de los últimos domingos y es muy fuerte: no es que haya que purificarse para poder comer, es la comida que purifica, es el alimento que redime.  Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. (Jn 6,57). Porque el mundo pasa con su concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece eternamente” (1 Jn 2,17).
P. Marko Ivan Rupnik



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